23 noviembre, 2025

Marilena Chauí, lectora de Spinoza

Mariana de Gainza

Mariana de Gainza, “Marilena Chauí, lectora de Spinoza”, en Marinela Chauí, La nervadura de lo real, trad. Mariana de Gainza, Buenos Aires, FCE, 2023, pp. 9-26. Publicado originalmente en Papel Máquina, núm. 11, 2017, pp. 15-33.

1. Lecturas

Existen innumerables maneras de leer a Spinoza. Y lo que quisiera tratar de pensar aquí es la manera en que lo lee la filósofa brasileña Marilena Chauí. Pero como toda lectura es necesariamente situada, es decir, se realiza desde ciertos cruces de textualidades e intereses que son, justamente, los que definen la perspectiva de cada lector, partimos aquí (para delimitar nuestro propio sesgo) de la precisa descripción que realiza Pierre Macherey del efecto que la lectura de Spinoza es capaz de provocar: “Spinoza nos obsesiona y nos acecha a la manera de un inconsciente teórico que condiciona y orienta una gran parte de nuestras elecciones intelectuales y nuestros compromisos efectivos, en la medida en que nos permite reformular una gran parte de los problemas que nos planteamos”[1].

Puesto que de esa experiencia me asumo partícipe, me permito tomarla como punto de partida, para sostener, entonces, que un amplio campo de lecturas contemporáneas de la filosofía spinoziana puede ser reunida bajo esa acepción del “spinozismo” que delinean las palabras de Macherey: el spinozismo como respuesta a algo que el nombre de Spinoza condensa, que obsesiona, acecha, condiciona; algo que orienta opciones intelectuales y compromisos prácticos, que otorga una forma peculiar a inquietudes que son simultáneamente ético-políticas y teóricas.

A la vez, si quisiéramos distinguir al interior del campo spinozista circunscripto de esa manera algunos estilos de lecturas, podríamos distribuirlas a lo largo de un eje que pondere en qué grado o de qué modo esa acechanza es asumida, esto es, cuál es el tipo de relación que determinado pensamiento sostiene con el pensamiento de Spinoza. En primer término, es posible señalar lo que sería la forma pura en que un pensamiento susceptible de ser concebido como un “inconsciente teórico” ha de manifestarse: como ausencia explícita, o bien, presencia sólo implícita. De suerte que existe una forma de “pensar en Spinoza”, donde “Spinoza”, en vez de ser un objeto al que se dirige el pensamiento para examinarlo, constituye una suerte de elemento especulativo, un terreno, suelo, o medio, en el cual se piensa. Esta forma de leer se expresa bien en la afinidad spinozista revelada por Freud, cuando señala en una car ta: “Admito de buen grado mi dependencia de la doctrina de Spinoza. Nunca hubo razones para que mencionara expresamente su nombre, pues concebí mis hipótesis más a partir de la atmósfera creada por él que del estudio de su obra”[3]. En el polo opuesto a lecturas de este tipo, situaríamos a aquellas que se llevan a cabo, en general, desde la perspectiva de la historia de la filosofía, y que dieron lugar a una enorme cantidad de investigaciones susceptibles de ser identificadas con el rótulo de estudios spinozianos. En estos casos, Spinoza es el objeto explícito de la pesquisa, y la acechanza u obsesión con la que su nombre interpela al investigador se manifiesta en la minuciosidad con la que trata de reconstruirse el andamiaje conceptual de su obra.

Entre esos dos tipos de lecturas extremos (Spinoza como objeto explícito de la investigación, y Spinoza como elemento especulativo ausente, sin embargo, de la investigación) ubicaríamos la lectura de Althusser. El filósofo francés reivindica explícitamente la perspectiva spinoziana como aquella en la que se apoya su propia intervención teórica, pero lo hace sin extenderse en los detalles de dicha identificación. Realiza alusiones más o menos enigmáticas, o bien, invocaciones precisas a ciertas ideas spinozianas clave, sin que las implicancias de dicha asociación sean exhaustivamente explicadas. En cuanto se reconoce un modo de “ser spinozistas” consistente en “tomar del autor del Tratado teológico-político y de la Ética ciertas tesis que él nunca hubiera proclamado, pero que autorizaba”[4], esas coordenadas spinozianas son perceptibles a lo largo y ancho de los textos de Althusser, funcionando como una especie de dique direccionador del discurso, que así discurre (sostenido por esa estructura inmanente) sobre otras cosas vitales.

La lectura de Deleuze también responde a la interpelación que el nombre de Spinoza produce, haciendo de él el interlocutor explícito de una conversación filosófica que produce un suelo discursivo común. Mediante el recurso a lo que llamaríamos una analítica plástica que busca destilar lo que hay de conceptual en las cosas, formula los términos de su propia filosofía. Dicha formulación se produce como un juego de composición con otras voces (entre las que resuenan, especialmente, la de Spinoza y la de Nietzsche), cuyas inflexiones originales adoptan, en virtud del diálogo, una modulación propiamente deleuziana. O para decirlo con mayor precisión: de la contaminación recíproca surgen, sin dudas, un Spinoza deleuziano y un Nietzsche deleuziano (así como un Deleuze spinoziano/nietzscheano); pero surgen también un Spinoza nietzscheano y un Nietzsche spinoziano. Enfocando las cosas desde otro ángulo: si la lectura de Deleuze es más filosófica que política, una lectura que abreva de la suya, como la de Toni Negri, se revela más política que filosófica. Y se muestra capaz de inspirar, además, toda una serie de usos contemporáneos de la obra de Spinoza, que tratan de actualizarla como una suerte de pócima para la acción política presente. Este spinozismo sui generis responde al carácter de urgencia que suele impregnar las intervenciones ideológico-políticas en las coyunturas, y tiende a esgrimir su nombre como garantía ontológica de la emancipación de la humanidad.

En fin, allí donde la obra spinoziana actúa como atmósfera especulativa que favorece la producción de ideas, o como estructura subyacente que explica una serie de movimientos argumentativos, o como foco de una interlocución que acompaña permanentemente la construcción conceptual, o como inspiración teórico-política de la imaginación que confía en horizontes precisos de felicidad colectiva, se despliegan distintos tipos de actualización de la idea de inmanencia. Nuestra pregunta sería entonces: ¿Cuál es la noción de inmanencia que se produce en una lectura de Spinoza como la que elabora Chauí, esto es, una lectura que –según el esquema provisorio que acabamos de diseñar– entraría dentro del campo de obras que hacen de Spinoza el objeto explícito de la investigación? En la secuencia de una argumentación a la vez densa y leve, que se orienta por la convicción de que historia y los textos filosóficos se iluminan recíprocamente, la experiencia intelectual que pauta la vida de Spinoza aparece como expresiva de una configuración histórico-cultural que la excede, y frente a la cual ella también se recorta como exceso. Pero si esa experiencia puede singularizarse y desprenderse del fondo de su época, ello sólo es así en virtud de la actuación de una hipótesis ético-política de lectura (la misma que habilita a la obra de un pensador europeo del siglo XVII a abrirse a preguntas e inquietudes formuladas desde nuestro presente). Planteadas así las cosas, y puesto que los esquemas sólo son productivos si los sostenemos un momento, para luego dejarlos caer, ¿se encuentra, en verdad, la lectura histórica de Chauí en el polo opuesto del peculiar spinozismo de Freud?

2. El spinozismo como imagen

¿Cómo alcanzar el sentido de textos escritos en una lengua que ha perdido palabras, expresiones idiomáticas y ornatos, una lengua que contiene numerosos vocablos cuyo sentido se tornó incomprensible y de la cual ‘no poseemos ni diccionario, ni gramática, ni retórica’? ¿Con qué fuerzas venceremos ‘al tiempo voraz que todo borra de la memoria de los hombres’? Con estas indagaciones que parecen remitirnos a un pasado inaccesible y bajo las cuales se adivinan los versos de Ovidio, Spinoza inaugura un camino para acceder al pensamiento de los escritores antiguos[5].

Así comienza el libro de Chauí sobre Spinoza. La pregunta por los modos en que la memoria puede sobreponerse al paso devorador del tiempo es una pregunta sobre los textos de la experiencia humana y la actividad de la interpretación. Al ensayar la formulación de una respuesta a ese in terrogante, Spinoza inaugura la exégesis propiamente moderna; y son los temas subyacentes al esfuerzo spinoziano de elucidación del “secreto” de las Escrituras en el Tratado Teológico Político los que constituyen el mar co y la condición del trabajo de lectura y de escritura que desarrolla en su Ética (así como constituyen también el marco del despliegue teórico de Chauí). ¿Qué es leer? ¿Qué es escribir? ¿Qué límites y posibilidades, inherentes a la misma naturaleza del lenguaje, constituyen la relación de los hombres con su historia? ¿Qué tipos de libros requieren lecturas diferenciadas, qué lectores se configuran en su ser reclamados por determinadas escrituras?

La lectura no consiste en la inspección intelectual de una idea o de un hecho, ni es una epifanía. Es, como dijo Merleau-Ponty, “reflexión en otro”. A su vez, la escritura comienza en el momento en que el discurso del otro escritor nombra aquello que es objeto de las interrogaciones de su lector y que, siendo nombrado por otro, abre una vía para la reflexión de quien lo lee, permitiéndole también escribir: su propia reflexión puede expresarse gracias a la escritura ajena que le dio a pensar y le permitió decir lo que sin ella no podría ni pensar ni decir[6].

En la “reflexión en Spinoza” de Chauí, la lectura es recuperada como acto creativo y político, que asumiendo el poder separador de la historia inhabilita la identificación inmediata de experiencias distantes y la recapitulación literal de discursos remotos, aún reconocidos por su fuerza disruptiva. Es la precisa medida de esa distancia, entonces, la que convierte al escritor clásico y al lector contemporáneo en dialogantes. Y la que a su vez posibilita que las cuestiones más actuales sean iluminadas de modo nuevo gracias a la acogida de un pasado reflexionado ya transcurrido, pero susceptible de ser diversamente revisitado.

En todo caso, esa modalidad de la lectura se ve solicitada por la obra de un filósofo que hizo de su escritura el modo particular de su intervención política. Spinoza, dice Chauí, enfrentó al saber constituido como un no saber necesario, cuyos cimientos arraigan en las relaciones entre los hombres que, en la turbulencia de sus conflictos, edifican la imaginaria invulnerabilidad de los poderes reales que requieren de la impotencia colectiva para su existencia. El discurso de Spinoza es el del excluido que se pregunta por el sentido de la exclusión y, al hacerlo, cuestiona las bases mismas de todo poder excluyente revelando los mecanismos imaginarios que colaboran para su conservación. La crítica de la trascendencia y de la racionalidad finalista, que permiten a los hombres en lucha forjar la ilusión de una comunidad reconciliada justificadora de la vida servil, resulta de la constitución del orden geométrico y la crítica histórico-filológica como “máquinas de guerra cuya eficacia no pasa por la posesión de armas más numerosas o mejores que las de los adversarios, sino por lograr alcanzarlos allí donde los engranajes de sus máquinas se atascan, y acaban por estallar, permitiendo que algo nuevo se exprese”[7].

Spinoza enfrenta la experiencia misma de los hombres reales para construir la ontología capaz de comprender los infinitos modos de ser del ser. Los hombres son cuerpo y son pensamiento, y eso hace a la riqueza de la modalidades del pensar que generan: imaginaciones, formas del entendimiento, intuiciones. Los hombres son apetito y deseo, albergan pasiones al mismo tiempo que pueden ser causa adecuada de sus acciones. Pues bien, la comprensión de la riqueza y complejidad de lo real exige saber acerca de las múltiples vías en que el conatus se expresa, sin despreciar y sin jerarquizar experiencias que no son comparables pues se desarrollan según lógicas diferenciales. Si llegar al saber acerca de lo que los hombres pueden, si la lucha por el despliegue máximo de la potencia individual y colectiva exige, podríamos decir, “atravesar la fantasía” que organiza la vida ideológica de las sociedades y el modo humano imaginario espontáneo de vivir, ello no quiere decir que las imágenes con las que los hombres se relacionan inmediatamente con el mundo hayan de ser descartadas o negadas.

De la misma manera en que Spinoza avanza desde la imágenes de las cosas hacia la idea verdadera de la cosas, Chauí se acerca al pensamiento spinoziano desde su conformación borrosa y distorsiva en el marco de la relación que con él establecieron sus contemporáneos y los lectores sucesivos de su obra. De ahí que en los primeros capítulos de La nervadura de lo real se dedique a desentrañar los elementos que fueron configurando el “bosquejo” o el proceso de construcción de algo llamado “spinozismo”, para luego contemplar a ese spinozismo ya constituido como una imagen polifacética tejida con el concurso de distintos y divergentes hilos. Imagen que, como Spinoza había señalado, nos da más pautas acerca de la constitución de quienes se han visto afectados por un cuerpo teórico extraño a ser exorcizado o incorporado, que de la propia naturaleza de ese “cuerpo” afectante. El hecho de que la palabra de Spinoza, que escribía pidiendo a sus interlocutores sólo el esfuerzo intelectual de comprensión, pudiera generar, en cambio, odio y desprecio, nos indica que el lector que sus meditaciones solicitaban –impulsado, sobre todo, por el deseo de conocer y abierto a una escucha lo más alejada posible del prejuicio– no era (no es) un tipo de lector fácil de encontrar. Es, en todo caso, un lector que se deja afectar por el propio trabajo del pensamien to que lo interpela y lo construye como aquel efectivamente capaz de acompañarlo en su movimiento. El esmero de Spinoza en la definición y demostración de sus ideas buscaba colaborar en la conformación de ese lector; construcción que se sostenía sobre una indicación más general sobre el modo en que deseaba ser leído (con atención, sin odio ni rencor), esto es, sobre el reclamo explícito de una lectura amistosa que, de esta forma, recortaba a cierta porción del público como destinataria privilegiada de su obra.

Pero entonces, intentar comprender el pensamiento de Spinoza exige enfrentar en primera instancia la paradoja de que ese esfuerzo por desarrollar las mejores condiciones para la inteligibilidad de su discurso produjo, en cambio, una de las obras más controvertidas de la historia de la filosofía. Como un caleidoscopio, nos dice Chauí, la obra spinoziana se multiplica infinitamente en diversos puntos de vista, impidiendo la adopción de una perspectiva completa y definida. Leída siempre de modos divergentes, ha parecido esquivar los sucesivos intentos de efectuar su identificación. Objeto de un siempre renacido rechazo, fue acusada de fatalismo, ateísmo, materialismo y entusiasmo durante el siglo XVII; de deísmo y exceso metafísico durante el siglo XVIII; de panteísmo, dogmatismo y acosmismo en el siglo XIX; y fue criticada como monista, determinista y mística en el siglo XX. También encontró recurrentemente defensores que resaltaron su “radicalidad”: cartesianismo radical, hobbesianismo radical; orientalismo, neoplatonismo o marranismo, siempre radicales. La singularidad de la obra spinoziana queda en todo caso señalada oblicuamente por todas aquellas imágenes contrapuestas; se recorta negativamente a través de los sucesivos fracasos de las tentativas de asimilación e integración de sus ideas al terreno de lo ya pensado, o retrospectivamente, a lo que más tarde hubo de ser pensado y ella habría sabido anticipar.

Frente a ello, el desafío que Chauí plantea es el de enfrentar el peso de la extrañeza que el pensamiento spinoziano produce, sin obturar en nosotros la actuación de un necesario desconcierto y resistiendo al impulso de encasillarlo en lo conocido. Protegiendo, así, cierta inocencia que toda verdadera lectura podría defender como su primer ser, y que sólo una lectura culpable –es decir, capaz de admitir su sesgo– sabe reconocer. Es esa distancia (nuevamente, pero de otro modo) resguardada la que permite la determinación positiva del pensamiento spinoziano, el encuentro con su singularidad. Distancia gracias a la cual Chauí, entonces, puede reconstruir el discurso de aquel filósofo como el discurso subversivo de quien, simultáneamente, realiza la crítica del conjunto de los pensamientos con los que debate, e introduce una diferencia en el mundo al hablar con voz propia sobre lo nuevo, al decir lo nuevo. La obra spinoziana es reconstruida así como contradiscurso que desmantela la tradición teológico metafísica y, en ese mismo movimiento, se afirma como discurso instituyente de un pensamiento inédito.

3. Partir de la experiencia

La filosofía de Spinoza ha sido leída por toda una tradición interpretativa con los lentes de su representación construida, sin que la historia de esa construcción fuera considerada. De ahí que la serie de epítetos con los que su obra fue designada a lo largo de los años cobraran la consistencia de un sistema de conceptos atemporales. El atravesamiento de la imagen del “spinozismo” exige, por lo tanto, la historización de sus componentes. Es decir, realizar el intento de comprender cómo y por qué aquellos términos –fatalismo, determinismo, ateísmo, deísmo, etc.– fueron utilizados, más o menos virulentamente, para referirse a su filosofía, penetrando el sentido que tenían en el momento de su uso. La inmersión en el conjunto de los debates teológicos, filosóficos y científicos que se desenvolvieron antes y durante la vida de Spinoza, entonces, es algo estrictamente requerido por la “idea” que organiza el abordaje de Chauí (y que, por eso, puede felizmente combinar cierto afán de exhaustividad de especialista con la relevancia e interés de cada momento de la argumentación).

Si Spinoza tematiza y describe el campo de la experiencia de los hombres en sus tratados, mientras que la “lógica de lo real” es deducida en y por la génesis geométrica, se entiende que una reconstrucción del pensamiento spinoziano como la que emprende Chauí (que, como dijimos, asume la misma estrategia –los mismos principios desplegados– de ese pensamiento mentor) comience por el Tratado Teológico Político, obra con la que Spinoza interviene, interfiere, y asienta su posición corrosiva en el ámbito en que su propia experiencia de pensamiento se conformó. La exégesis bíblica es el modo particular en que Spinoza polemiza con la tradición que conoció como miembro de la Sinagoga de Amsterdam (de la que fue excomulgado), y simultáneamente, el camino para la expresión de los nuevos rumbos adoptados por su reflexión. A la vez, las reacciones despertadas por la difusión de ese escrito se revelan como medio indispensable para la comprensión del amplio campo cultural en que la intervención spinoziana se operaba. El campo de la experiencia práctica de los hombres en su vida común (eso a lo que toda religión refiere) es el tema de la intrusión política de Spinoza. Y la experiencia de aquella reflexión intrusa en un campo de pensamiento reacio a acompañar sus razones es lo que Chauí tematiza en primera instancia, y lo que le permite realizar la presentación en profundidad de las formas en que aquella Europa del seiscientos pensaba sus acaeceres. Una presentación crítica que resulta habilitada de modo privilegiado por la misma perspectiva teórica: el posicionamiento desde el discurso del que se situaba precisamente en la falla de todos los discursos instituidos.

Además, ese comienzo por la experiencia cobra aún más fuerza en “La ner vadura de lo real” en tanto se analizan en primer término las cartas que Spinoza intercambió con varios de sus contemporáneos preocupados por las ideas que el Tratado hacía circular. Allí el “intercambio de ideas” aparece como una verdadera batalla, con la fisonomía y las sutilezas que a esa lucha le imprimen el género epistolar y el trabajo con la materia indócil de las palabras. El uso de los mismos términos, recubriendo, sin embargo, conceptos incomparables, manifiesta en varios casos una distancia insuperable entre los interlocutores, mientras que los malos entendidos resultan expresivos de posiciones en pugna que Chauí trata de expandir en todas sus implicaciones. La estructura retórica de los textos spinozianos nos es presentada movilizando los lugares comunes de la época y devolviéndolos a sus opositores, a la vez que tenemos la oportunidad de ver allí a Spinoza como cultor de un arte del desvío definicional, su práctica subversiva al interior del lenguaje.

Ahora bien, el comienzo por la experiencia no es más que el modo necesario de penetrar el propio corazón de la experiencia, esto es, de seguir en ella procurando construir las armas y los caminos para ser su saber. Y es en esa indagación que la filosofía se realiza como praxis. Como señala Chauí,

 

las dos puntas extremas del conocimiento (la imaginación y la ciencia intuitiva) son designadas por Spinoza con el término experientia: la primera punta es la experiencia de la existencia de las cosas singulares corpóreas, la segunda es la experiencia de nuestra eternidad en cuanto conocimiento de la esencia singular de una cosa singular. En el recorrido que conduce de la imagen corpórea de la existencia singular a la idea de la esencia singular, la obra spinoziana se deja leer como filosofía, es decir, experiencia de pensamiento[8].

Pues bien, ese es, precisamente, el trayecto que la filósofa brasileña procura reproducir en su libro, conduciéndonos desde la imagen del spinozismo, hasta la “esencia” del pensamiento spinoziano, es decir, la compleja articulación de ideas que constituye su singularidad.

4. Juegos de luces. Historia y apuesta interpretativa

El comienzo, en el caso de la elaboración spinoziana de la lógica de lo real, es Dios. ¿Cuál sería, entonces, el recorrido que realiza el pensamiento que comienza por Dios? Hay toda una tradición interpretativa, comenta Chauí, que, iniciándose con un comentario de Leibniz e inspirándose en la asociación de la Ética con cierta concepción panteísta, responde: partiendo desde Dios, Spinoza llega a su vez a Dios. Lectura circular del pensamiento spinoziano que, en realidad, pasa por alto que el verdadero movimiento interno de su lógica geométrica está constituido por el pasaje de lo absolutamente infinito (la substancia, Dios o la Naturaleza) a lo finito (los seres humanos, modificaciones de la sustancia). Y que a la vez ignora el doble movimiento que la obra spinoziana expresa: por un lado, la acción del intelecto finito que, partiendo de su propia experiencia individual y colectiva hacia el saber sobre su génesis y su esencia, llega a conocerse en cuanto conoce el entramado de la realidad de la que es parte; por otro lado, el trabajo de conocimiento que, elaborado por el intelecto finito como “verdadera lógica”, constituye el autoconocimiento de la substancia misma.

Pues bien, nuevamente Chauí parte de la experiencia para reconstruir la referencia adecuada para una lectura de la obra de Spinoza. Si la lectura circular busca puntos de apoyo en el emanantismo de la Cábala judía, o en versiones del panteísmo del Renacimiento, en cambio la lectura de Chauí se asienta sobre la consideración de la práctica del hombre Spinoza. Y resulta que Spinoza era pulidor de lentes. A tal punto que su interés por éste, su oficio, no sólo permea gran parte de las discusiones teóricas que sostiene con sabios amigos, sino que también aparece bajo la forma de referencias metafóricas y ejemplos dispersos en toda su obra. De ahí, la elección de Chauí: la referencia epistemológica y ontológica fundamental para la lectura de la obra spinoziana ha de ser la teoría de la luz. Con esa referencia sí es posible advertir el doble movimiento de comprensión de lo real que su pensamiento realiza.

Pero también, nuevamente el campo de las imágenes resulta “revelador”, pues la revolución óptica kepleriana constituye una vía para dilucidar, al mismo tiempo, la singularidad de la filosofía de Spinoza y las particularidades de la pintura holandesa de la época. El campo pictórico, de esa manera, es transformado por Chauí en el contrapunto descriptivo que nos acerca positivamente tanto a la verdad spinoziana como a la verdad de la imagen, esto es, al modo en que la imaginación, reconociendo y desplegando la potencia que le es propia, se constituye como medio también fundamental del saber sobre el ser, y no sólo como aproximación falsa, por incompleta y parcial.

¿De qué manera Chauí se acerca al pensamiento spinoziano a través de la óptica y la pintura? Vale la pena reseñarlo rápidamente. Si en el ca non pictórico italiano, la posición del pintor, punto de vista externo y preexistente, es tomado como medida y representación del mundo, en cambio, la pintura holandesa rechaza ese paradigma. Esa decisión pictórica es reforzada por la difusión de los descubrimientos de Kepler, que inauguran la óptica moderna: el ojo pasa a ser considerado como instrumento y mecanismo óptico, a partir del cual la visión es pensada como la formación de una pintura que, en la superficie retiniana, inde pendientemente del observador, representa la imagen de las cosas.

La pintura italiana, en cambio, encontraba fundamento en las teorías de la visión previas a la revolución kepleriana. Primero, en la antigua teoría griega del rayo visual, y más tarde en la teoría del rayo luminoso, el ojo era considerado (en cuanto emisor del rayo visual que se dirigía a las cosas para captarlas, o bien, en cuanto receptor del rayo luminoso proveniente de las cosas) como el órgano psíquico y sensorial responsable de la mediación entre el espíritu y el mundo: aquel donde la transformación de las especies físicas de las cosas en los espíritus inmateriales de la visión tenía lugar. Lo que se suponía, en todo caso, es que existía un rayo principal, rectilíneo y perpendicular a la retina, que era el responsable de la buena visión, de la visión correcta. Y ese supuesto fundamental, precisamente, es el que sostiene la posición de la escuela pictórica italiana: el pintor, situado desde el punto de vista soberano y valiéndose de la perspectiva como la construcción geométrica de esa soberanía, domina al mundo, que a su vez es representado según la medida y las proporciones del cuerpo humano masculino.

El cambio que se opera en el campo de la óptica, con Kepler, se expresa sugestivamente en la pintura holandesa. El ojo pasa a ser considerado un dispositivo óptico en el que penetra el haz de rayos luminosos cuya convergencia justifica la composición de la imagen retiniana. El ojo kepleriano, instalado en el medio del mundo, es un mecanismo que participa de él, según sus leyes, y no el punto de vista que lo transforma en el objeto de su representación. El mundo es entonces inmediatamente pintura, sin requerir de una mirada mediadora que lo constituya, y la localización del “observador” se torna indefinida. La pintura holandesa de la mano del ojo kepleriano –nos dice Chauí– se sumerge en la profundidad del espacio en su movilidad infinita, donde reina, ya no la mirada soberana del pintor, sino el trabajo mismo de la luz, que se realiza por el contraste de los colores y la variación de sus intensidades. Inmerso en un mundo que lo precede, el ojo lo presupone y lo recorre en diferentes sentidos y direcciones, en función de lo cual el movimiento tiene más relevancia que el punto de vista. Se trata de un ojo móvil y ubicuo, que multiplica los puntos de vista y las perspectivas simultáneamente presentes, dando lugar a la experiencia de la profundidad y la infinitud. Al mismo tiempo, el uso de lentes (como artificio que colabora con la visión natural) amplía las dimensiones del mundo y sus contexturas, reforzando la distancia respecto al canon italiano: los telescopios y los microscopios incorporan al universo perceptivo a lo infinitamente grande y a lo infinitamente pequeño, esas dimensiones supra e infrahumanas que inhabilitan el privilegio del cuerpo humano como medida.

La tensión entre la pintura italiana y la holandesa, sugiere Chauí, puede encontrarse también en la filosofía de Spinoza, en la relación de proximidad y distancia que mantiene con la perspectiva de Descartes (sobre todo en sus tempranos Principios de la filosofía de Descartes y Tratado de la reforma del entendimiento). Si el “lugar del rey” que asume el pintor en la perspectiva italiana puede ser homologado al Cogito cartesiano, en Spinoza, en cambio, a la vez que se mantiene la fuerza del entendimiento sostenida por Descartes, ésta resulta fundamentalmente transfigurada, al pasar a considerarse el pensamiento en medio del mundo e indisociable de él. El alma es la idea del cuerpo, y el sum cogitans (soy pensante) de la lectura spinoziana de Descartes no es el cogito, ergo sum (pienso, luego existo) cartesiano. La distancia entre ellos es, en este caso, la que perfilan dos movimientos opuestos: del ser al conocimiento, en Spinoza; del conocimiento al ser, en Descartes. Sólo desde aquel lugar interior al ser del mundo se produce el conocimiento de ser parte entre partes de un todo articulado por sus relaciones.

Pero hay otra tensión, una tensión que atraviesa a la propia pintura holandesa, y que encuentra asimismo su correlato en la filosofía spinoziana. Se trata de una tensión que surge del punto más alto de la innovación kepleriana: la consideración de la óptica no como teoría de lo visible sino como teoría de la luz, y que se manifiesta en el contraste entre la pintura de Vermeer y la pintura de Rembrandt. Una diferencia metafísica, expresiva de sus respectivas indagaciones sobre órdenes distinguibles de la realidad: la placidez y el equilibrio vermerianos resultarían así de su exploración de la potencia del ojo, mientras que la dramaticidad rembrandtiana podría asociarse a su tematización de la potencia misma de la luz:

 

Lo que hace de la luminosidad peculiar de los cuadros de Rembrandt –en particular, los de la madurez y la vejez– algo único, es el modo en que la luz se irradia desde las propias figuras humanas, los objetos y los lugares, y, al mismo tiempo, se origina en la propia atmósfera, llegando desde todas partes y ninguna parte, condensándose en fulguraciones que deshacen los contornos del diseño, imponiendo regiones totalmente oscuras o semioscuras como si estuviesen a la espera de iluminarse y de iluminar, en la inminencia de una visibilidad que no depende sólo del ojo, sino de la conjunción entre él, como potencia de ver, y una fuerza interna a las cosas que las hace visibles por sí mismas[9].

Ambas perspectivas –nos indica Chauí– se reúnen en Spinoza, conjugándose en la unidad compleja que conforman sus obras gracias a un estilo expositivo que presenta, como en un juego de luces, ciertos argumentos revulsivos sobre el fondo de los sentidos aceptados; y, a la vez, ilumina alternativamente las fuentes que lo constituyen, para presentarse como el encuentro de la multiplicidad de miradas que funda su decir autónomo. Se trata, entonces, de la tensión al interior de una filosofía que se construye como el contrapunto entre las demostraciones geométricas (en cuanto visión del ojo matemático y acción serena del entendimiento) y las argumentaciones retóricas (en cuanto diálogo polémico con la imaginación y los prejuicios que, puesto que reconoce la fuerza y la ambivalencia de las pasiones, puede tematizarlas y asumirlas como experiencia constitutiva).

Luego del despliegue de los varios aspectos que presenta esa asociación peculiar entre la filosofía spinoziana y la pintura holandesa –una relación sobredeterminada por los descubrimientos ópticos de Kepler– Chauí advierte que la referencia kepleriana, sin embargo, no es suficiente para la consideración de la presencia de la luz como marco ontológico y epistemológico en Spinoza. Pues cabría descubrir similares influencias, en todo caso, en la filosofía de Leibniz. De manera que, para reorientar lo que podría considerarse como un neoplatonismo kepleriano (susceptible de conducir a la concepción de una armonía universal, como composición simétrica y proporcional), hay que adicionar la influencia en Spinoza del mecanicismo geométrico de Huygens. Son los desarrollos científicos de Huygens (un interlocutor asiduo de Spinoza), y no tanto los de Descartes –enfatiza Chauí–, los que se encuentran más significa tivamente conectados con el pensamiento spinoziano. Su teoría sobre la propagación ondulatoria de la luz, más precisamente, es la que permite precisar la relación entre la substancia, los atributos y los modos que articula la Ética:

 

La luz, como el sonido, se expande a través de superficies en ondas esféricas semejantes a las que vemos que se forman en el agua cuando lanzamos en ella una piedra. La luz no sólo es una energía continua e indivisible (no es transporte de materia, y sí la impresión de movimiento en una materia etérea, insiste Huygens), sino que además se propaga uniformemente y sin pérdida. Es de esa manera –demuestra Spinoza– que la substancia absolu tamente infinita, constituida por infinitos atributos infinitos en su género, se irradia al infinito infinitamente, propagándose continua, sin división y sin pérdida; y es exactamente por eso que puede demostrar que “en el mismo sentido” en que es causa de sí, es también causa eficiente inmanente de todas las cosas o de infinitos modos producidos de infinitas maneras[10].

En fin, la geometría de la luz del amigo de Spinoza también colabora en la comprensión de los géneros del conocimiento. La diferencia entre la imaginación y la intuición es la que existiría entre la refracción y la reflexión de la luz, esto es, entre los efectos de su propagación que se distinguen según el ángulo de incidencia del rayo luminoso. Y la razón, a su vez, se entendería como las “reflexiones internas” provocadas por la refracción de los rayos, que al no poder penetrar en otro medio, se concentran en un cuerpo puntual donde se produce, así, la reflexión concentrada que lo ilumina en su interior. Si en el caso del conocimiento racional, entonces, el saber se produce en el campo de la luz refractada (el campo de lo determinado, el conjunto de los saberes que reconstruyen la causalidad de la naturaleza naturada), el conocimiento intuitivo participa de la reflexividad estructural que ilumina la misma fuente naturante, causa inmanente productiva de lo real:

 

Así, los dos trayectos inseparables realizados por el intelecto finito (…) efectúan rigurosamente la reflexión: no se trata, sin embargo, de una reflexión de la conciencia de sí (ni del Espíritu, evidentemente), sino de una reflexividad propiamente estructural, ya que la reflexión –entendida no como actividad de un sujeto, sino como conexión interna de la idea de la idea– es la actividad que se realiza en nosotros porque se realiza en el atributo pensamiento, y que se realiza en él porque se efectúa en nosotros[11].

Este comienzo de Chauí por la experiencia y por las imágenes, decimos nosotros entonces, es la que reúne toda la fuerza de penetración que luego se expande en las múltiples direcciones que allí ya están presentes; las cuales van configurando desde los “prolegómenos” hasta su constitución articulada –y como si se registrara el movimiento de una focalización progresiva– la filosofía de la inmanencia spinoziana: inmanencia como nervadura o estructura de lo real que no es más que la respuesta spinoziana a la cuestión del origen, al necesario comienzo por la causa.

5. Los debates que heredamos

Decíamos al comienzo que elegíamos organizar nuestra exposición considerando un arco de lecturas que podían distribuirse según los matices que asumía la respuesta a una pregunta sobre la tensión entre presencia/ausencia de Spinoza en ellas. Podríamos ahora tensionar nuevamente las lecturas spinozianas contemporáneas, haciéndoles la pregunta sobre la manera en que ellas se situaron en relación al debate f ilosófico y político en torno al marxismo durante la segunda mitad del siglo pasado. Ya que, en general, esos spinozismos que nos interesan formaron parte de una respuesta general (“de época”) a la hegemonía de la filosofía hegeliana[12] en la teoría crítica –es decir, en la teoría que, de muy diversos modos, se vio afectada por la revolución teórica de Marx. En este nuevo eje “virtual” que señalamos, y que “corta” el previamente esbozado, la polaridad relevante que podríamos identificar sería aquella que distingue dos posiciones frente a la dialéctica hegeliana: el abierto rechazo, o los intentos de llevar adelante una reconsideración crítica.

Deleuze fue quien más decididamente asumió la exigencia de apartar la negatividad dialéctica, afirmando como concepto articulador de su proyecto el concepto de diferencia. Frente a las potencialidades auguradas por una política de la diferencia, el concepto de contradicción revelaba su alma conservadora, al mostrarse tributario de una constelación de pasiones tristes asociadas a la interiorización de la sujeción, de una cultura dominada por la dinámica especular del resentimiento, y de una lógica del pensamiento cómplice de la capitalización de los conflictos sociales para la acumulación de poder del Estado. Althusser, en cambio, fue más cauteloso a la hora de cuestionar la dialéctica, y termina finalmente reconociendo en sus textos de autocrítica que “un marxista no puede dar el rodeo por Spinoza sin pagarlo. Porque la aventura es peligrosa, y hágase lo que se haga Spinoza siempre carecerá de lo que Hegel ha dado a Marx: la contradicción”[13]. Puesto que se encontraba explícitamente comprometido en un esfuerzo de renovación del pensamiento marxista, realizó una crítica incisiva de sus versiones contemporáneas (sobre todo, de aquellas que respondían a la asfixia determinista de las “leyes de la historia” a través de un voluntarismo subjetivista, demasiado inclinado a confiar en el fin de la opresión), sin dar por descontado, no obstante, que el pensamiento dialéctico debería ser abandonado. La complejidad de la causalidad inmanente fue movilizada contra el carácter simplificador y homogeneizador de la contradicción hegeliana, siendo el objeto de la crítica las estructuras específicas de la dialéctica idealista (la negación simple, la negación de la negación, la identidad de los contrarios, la transformación de la cantidad en calidad, la lógica de la superación); pero sin que la noción de contradicción quedara eliminada del horizonte conceptual, pues seguía siendo requerida para pensar la política en su constitutiva conflictividad[14].

Ahora bien, ¿cómo se ubica la lectura spinoziana de Chauí frente a esta otra manera de tensionar el campo spinozista contemporáneo? Podemos sintetizar su posición con la siguiente fórmula: su modo explícito de ser spinoziana es un modo implícito de ser marxista. Si consideramos el propio pensamiento filosófico de Chauí según el modo en que, según dijimos, ella aborda el pensamiento de Spinoza, sería lícito usar las mis mas palabras que empleamos, y decir que su obra “es expresiva de una configuración histórico cultural que la excede”, a la vez que “se recorta del fondo de su época”, gracias al peculiar modo de expresar la singularidad de una situación, de una mirada y de ciertos compromisos. Así, la forma en que se fueron configurando sus búsquedas intelectuales debe ser, sin dudas, asociada no sólo a las luchas por la democratización social, cultural y política en el Brasil de los años sesenta en adelante, sino tam bién, al clima de ideas en el contexto del cual, en aquellos mismos años sesenta y sobre todo en Francia (donde Chauí estudió), se gestó aquel “giro spinoziano” que permitió pensar de otra manera el legado de Marx. Y precisamente, en relación a esto, encontramos en un artículo suyo de 1983 un posicionamiento claro frente al debate que nos ocupa:

La búsqueda de una tradición de pensamiento no hegeliana para la obra de Marx puede tener como consecuencia la anulación del papel decisivo de la dialéctica de y en Marx, pudiendo conducir, por ejemplo, a abandonar la contradicción por la oposición real kantiana (como en Colletti) o por la “causalidad estructural” supuestamente spinoziana (como en Althusser). Además, tal procedimiento corre el riesgo de neutralizar el trabajo del pensamiento de Marx conquistando su propio campo de expresión, substituyéndolo por un mosaico mecánico de “influencias” variadas[15].

Pese a lo cual, Chauí reconoce que, aunque no le interese “transformar a Marx en un spinoziano”, es posible “registrar la presencia de algunas ideas spinozianas en la elaboración de la crítica política realizada por el joven Marx”, bajo la suposición cierta, además, de que para alguien que “se encontraba, por entonces, interesado en captar la base teológica del poder político y en defender una perspectiva democrática, la compañía de las ideas spinozianas no es imposible”[16].

Comprobamos, entonces, cierta incumbencia en cuanto a aquella polémica en torno a la relación entre el marxismo y el spinozismo, que Chauí, sin embargo, no coloca como eje articulador de su propia lectura de Spinoza. Por las razones concretas que se esgrimen en estos mismos párrafos que acabamos de citar: la búsqueda de otra antecedencia para Marx que no sea la de Hegel puede conducir a anular el papel decisivo de la dialéctica en Marx; y puede conducir también a neutralizar el trabajo del pensamiento de Marx, el modo en que él mismo conquista su propio campo de expresión. Esos riesgos apuntados por Chauí delimitan negativamente lo que ella entiende como “comprensión de una obra filosófica”. Se trata –como hemos tratado de mostrar en las páginas previas– de poner en movimiento una pluralidad de recursos interpretativos, filológicos e históricos (aquellos, justamente, que Spinoza habría aportado en su pionera lectura de las Escrituras bíblicas), para no borrar la distancia que separa lo escrito por un autor en cierto contexto histórico y la situación actual del lector. En la consideración de que sólo el respeto de esa distancia es la que permite evitar diversos anacronismos y distorsiones conceptuales y, al mismo tiempo, favorecer la fuerza expresiva de la obra del pasado en su acogida por un presente capaz de ver en ella algo del carácter universal de ciertos dilemas humanos. Ese es el “método”, entonces, que Chauí aplica en su lectura de Spinoza. El mismo método que le permite alertar sobre la pérdida del papel decisivo de la dialéctica en Marx en caso de ceder a la tentación de transformarlo en spinozista, es el que la hace investigar el papel decisivo de la inmanencia en Spinoza, sin ceder a la tentación de dialectizarlo; buscando, por el contrario, reconstruir “el trabajo de pensamiento” de Spinoza “conquistando su cam po proprio de expresión”.

Y sin embargo, ese interés, el interés por Spinoza, responde también en Chauí, suponemos, a aquel gran llamado de atención sobre su obra que se produjo desde el campo del pensamiento crítico y político, cuyos responsables más eminentes fueron Althusser y Deleuze. De esta manera, la obra de Chauí puede ser leída también como respuesta peculiar a la interpelación de un gran programa teórico: aquel que Althusser formuló como una búsqueda en Spinoza de la filosofía ausente en Marx. Si la filosofía spinoziana puede ser vista, entonces, y según ese programa, como aquella que mejor expresa los deseos de emancipación que orientaron los análisis histórico críticos de Marx del modo de producción capitalista, se entiende mi afirmación de que hacer de Spinoza el objeto explícito de una investigación filosófica rigurosa y de largo aliento, como la de Chauí, puede ser un modo peculiar de ser implícitamente marxista. Con lo cual, tal vez podamos hacerle decir a Chauí algo homólogo a lo que dijo Freud cuando se refirió a su relación con Spinoza como algo que no requería ser explicitado en sus investigaciones psicoanalíticas. Diría Chauí: “No hay razón para mencionar expresamente el nombre de Marx en mis pesquisas sobre Spinoza, puesto que concebí mis hipótesis a partir de la atmósfera creada por él”.

Notas

1. Pierre Macherey, “Spinoza au présent”, en: Avec Spinoza, Études sur la doctrine et l’histoire du spinozisme, París, PUF, 1992, p. 7.

2. Carta a Lothar Bickel, 28 de junio de 1931, en Siegfried Hessing, “Freud et Spinoza”, Revue Philosophique, núm. 2, 1977, p. 168.

3. Louis Althusser, “Sobre Spinoza”, en: Elementos de autocrítica, Barcelona, Laia, 1975, p. 44.

4. Chauí, La nervadura de lo real, p. 35.

5. Ibid., 64.

6. Ibid.

7. Ibid., 72.

8. Ibid., p. 81.

9. Ibid., p. 88.

10. Ibid., p. 91.

11. Recordemos que Spinoza había sido retomado en aquel entonces como inspiración para ensayar una crítica a la dialéctica marxista en su configuración (hegeliana) dominante, que había sido movilizada a lo largo del siglo para pensar la unidad de la expe riencia histórica y la unidad de la teoría y de la praxis, en cuanto esa unidad era marcada por la lucha y por la resolución de esa lucha, esto es, por el “trabajo de lo negativo”. La crítica de los años 60 vio en la “forma dialéctica” un principio que, aplicado a la historia, actuaba simplificando la complejidad, o reduciendo la existencia de una formación social a una contradicción o antagonismo fundamental –cuya resolución, se es peraba, inauguraría los tiempos felices de la sociedad futura. Un subterfugio, de hecho, para evitar pensar la verdadera diferencia histórica.

12. Louis Althusser, “Elementos de autocrítica”, en: La soledad de Maquiavelo, Madrid, Akal, 2008, p. 200.

13. Y es precisamente ese permanecer en la contradicción el que les valió a los althusserianos un señalamiento crítico del propio Deleuze en Diferencia y Repetición: “no alcanza con pluralizar la oposición o sobredeterminar la contradicción, distribuirlas en figuras diversas que conservan todavía, a pesar de todo, la forma de lo negativo”, pues hay “un descubrimiento más profundo, el de la diferencia, que denuncia lo negativo y la oposición como apariencias en relación al campo problemático de una multiplicidad positiva”. Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 2002, pp. 307-308.

14. Marilena Chauí, “Marx y la democracia (el joven Marx lector de Spinoza”, en Papel Máquina, núm.11, 2017, pp. 73-107.

15. Ibid.

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