Reproducimos aquí dos secciones de “Spinoza para la crítica del mundo
contemporáneo” de Mariana de Gainza, publicado orginalmente en la revista
digital Modernos & Contemporáneos, vol. 2, núm. 4, 2018, pp. 71-85. PDF
Mariana de Gainza
Los modos de racionalización de la dominación social
en el mundo contemporáneo siguen actualizando un modelo clásico de
subjetividad, en virtud de la cual la estructura social y la estructura
psíquica reenvían la una a la otra de manera fluida. El “modelo de hombre” que
se ajusta a la sociedad neoliberal es el sujeto de una autoconciencia afectiva,
que sabe reconocer lo que ama y lo que odia, y defiende la libertad de decidir
qué prefiere consumir. Frente a ese modelo, sigue siendo necesaria la perspectiva que “no presupone
como cuestión ya decidida la libertad e independencia del sujeto
autoconsciente”. Si Spinoza fue leído como el primer anti-humanista teórico,
sostenemos aquí que ese anti-humanismo teórico el requerido para la elaboración
de una verdadera ética, esto es, un humanismo práctico consistente.
Actualidad de una ética spinozista: anti-humanismo teórico y humanismo
práctico
La forma sutil en que la filosofía de Spinoza
manifiesta su vocación crítica constituye un factor clave para explicar la
atracción que su obra ejerció en un amplio espectro de pensadores
contemporáneos. La potencia crítica de un pensamiento puede actualizarse en muy
diversos escenarios de disputa y en distintos contextos. Pero quisiéramos
llamar la atención, en particular, sobre la forma en que Althusser se refirió a
la relación de su grupo con Spinoza:
Si no hemos sido estructuralistas, ahora podemos
confesar sin ambages por qué: ¿por qué hemos parecido serlo, pero no lo hemos
sido? ¿por qué, pues, este singular malentendido sobre el cual se han escrito
libros? Hemos sido culpables de una pasión realmente fuerte y comprometedora:
hemos sido spinozistas (Althusser, “Elementos de autocrítica”, en La
soledad de Maquiavelo, Madrid, Akal, 2008, p. 193).
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Esta
afirmación –que señala cierta confusión entre estructuralismo y spinozismo, a
la vez que distingue ambos términos– dirige nuestra atención hacia esa peculiar
corriente spinozista contemporánea, que es crítica del estructuralismo, en
cuanto comprende la relevancia de su gesto: un gesto de descentramiento.
Podemos llamar estructuralismo a la perspectiva que se caracteriza por
tematizar o aislar una operación crítica fundamental – el descentramiento, como
movimiento o desplazamiento topológico– abstrayéndola de las distintas obras
innovadoras (de Marx, Nietzsche, Freud, etc.) donde ha tenido lugar. A la vez,
es en relación a esa abstracción o aislamiento que pueden entenderse varios
señalamientos sobre el formalismo de algunos abordajes caracterizados como
estructuralistas, así como una cantidad de malentendidos que se trafican cuando
algún pensador es acusado con ese mote. El formalismo sería propio, entonces,
de lo que llamaríamos la ideología estructuralista. Una ideología que es
confrontada –decimos aquí– por esa singular renovación de la filosofía crítica
(mal nombrada como “estructuralismo”) que interroga las innovaciones teóricas
producidas por esos mismos autores (Marx, Nietzsche, Freud) y otros (como
Maquiavelo) a partir de una relectura de la obra de Spinoza.
Por otro lado, podemos decir que el momento verdadero
de la ideología estructuralista proviene de su espíritu de combate, heredado de
las perspectivas que recupera y traiciona. Su momento verdadero tiene que ver,
entonces, con lo que en ella hay de batalla, ya que el estructuralismo es una
ideología filosófica que combate contra otra ideología filosófica: contra el
humanismo, que pretenda hacer del Hombre un Sujeto, o sea, una subjetividad
libre, centro y origen de iniciativas, consciente y responsable de sus actos,
dueña de sí misma. No ha de sorprender que sea la filosofía de Spinoza la que
inspira el antihumanismo teórico de Althusser, si consideramos lo que dice
Hegel en el momento en que reflexiona sobre las condiciones para una refutación
eficaz del spinozismo: “Para quien no presupone como cuestión ya decidida la
libertad e independencia del sujeto autoconsciente, no puede darse ninguna
refutación del spinozismo” (Hegel, Ciencia
de la lógica. Buenos Aires, Solar, 1974, p. 515). Hay que partir de ese
presupuesto – la libertad e independencia del sujeto autoconsciente para atacar
a Spinoza, porque ese es el “principio” que él no permite sostener. ¿Pero cuál
sería el interés actual de una invocación del anti-humanismo spinozista? ¿No
han caducado, acaso, las circunstancias que habilitaban las discusiones entre
humanistas y antihumanistas, es decir, el enfrentamiento de unos razonamientos
más voluntaristas y de otros más realistas, en la búsqueda de un pensamiento
capaz de dar cuenta de las posibilidades de una política revolucionaria, a
mediados del siglo XX?
En realidad, el humanismo no deja de reaparecer bajo
formas que exigen una atención renovada de nuestra parte. Hoy en día se
comprueba un uso funcional de una especie de ética de los afectos, que acompaña
distintas reformulaciones de la estrategia política y comunicacional de las
derechas globales. Estas nuevas derechas saben reconocer la ambivalencia
pasional de las masas que se convierten periódicamente en electorado; y ya no
organizan sus interpelaciones dirigiéndose exclusivamente a las pulsiones
destructivas y a las pasiones del odio, sino que utilizan muy bien los
discursos del amor, la alegría y el reconocimiento de las diferencias. La
combinación de invocaciones simultáneas al humanismo y a los afectos se
encuentra, por ejemplo, en las interpelaciones producidas por las usinas
ideológicas del actual gobierno de la coalición Cambiemos, en Argentina. “Este es un tiempo de humanismo. Cuanta
más tecnología haya, más dramáticamente importante se volverá el humanismo y
los valores esenciales de las personas”. Siguiendo esta línea de razonamientos,
que sugiere que la fría tecnología tiene que ser atemperada con la calidez de
un nuevo humanismo, se tornan legibles las permanentes invocaciones a una
especie de filosofía del sujeto afectivo: “Lo más importante que tenemos en
nuestras vidas son nuestros afectos. Los momentos más importantes, más plenos,
más felices de nuestras vidas están vinculados con los afectos. Porque los
sentimientos, las emociones son lo más real que tenemos. Y de eso está hecho el
país. Una sociedad es una inmensa red afectiva”.
Los discursos que racionalizan la dominación social en
el nuevo contexto neoliberal muestran aquella dinámica refleja, por la cual la
estructura social y la estructura psíquica reenvían la una a la otra,
fluidamente: el hombre es el sujeto de una autoconciencia afectiva que saber
reconocer lo que ama y lo que odia, y que defiende la libertad de decidir qué
prefiere consumir. Contra esa ideología “sostenemos aquí” es necesaria la
perspectiva que “no presupone como cuestión ya decidida la libertad e
independencia del sujeto autoconsciente”. Pues si la lectura hegeliana de
Spinoza lo muestra adecuadamente como el primer antihumanista teórico6 , se
puede sostener que ese anti-humanismo teórico es requerido para la elaboración
de una verdadera ética, esto es, un humanismo práctico consistente.
Junto con Frederic Lordon (La societé des affects. Pour un structuralisme des passions, París,
Seuil, 2013), diríamos que la fuerza crítica a ser esgrimida contra las
versiones más funcionales de lo que llegó a ser considerado como un giro
afectivo del pensamiento social (que a la clásica pregunta sobre “cuál es el
motor de la historia”, podría verse tentado a responder: “la sociedad se mueve
al ritmo de los deseos y los afectos” [Lordon, 2013, p. 7]) puede provenir de
ciertas modulaciones de la teoría de los afectos que, en vez de comenzar por
los afectos y montarse sobre ellos como lo más real, tratan de comprenderlos y
explicarlos (“como si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos”
[Spinoza, E3pref]) –siendo esa explicación una parte necesaria de la lucha
contra la servidumbre y la opresión en la cual el pensamiento está
involucrado”. Así, si la teoría social hoy tiene que precaverse contra la
tendencia inmediata a asociar la vida afectiva con la intimidad de un individuo
(esto es, contra una visión subjetivista del mundo social), el recurso a la
filosofía de Spinoza es importante, porque aporta “una conceptualización de los
afectos a la vez contra-intuitiva y rigurosa” (Lordon, 2013, p. 10): una teoría
anti subjetivista o anti psicologista de los afectos (comúnmente pensados como
lo más propio de un sujeto), que exige realizar la difícil operación
intelectual consistente en “conservar los afectos, desembarazándose del sujeto”
(Lordon, 2013, p. 10). El soporte de los afectos, entonces, ya no es una
individualidad monádica, libre, autodeterminada, sino – como lo señaló E.
Balibar (De la individualidad a la
transindividualidad, Córdoba, Brujas, 2009) – la transindividualidad,
inescindible de las determinaciones sociales que la constituyen. El concepto de
lo transindividual entiende a lo psíquico y a lo colectivo en su imbricación,
en su atravesamiento recíproco (y no en cuanto se reflejan, como pretendían los
modelos filosóficos psicologistas); y es por eso que Balibar sostiene que la
filosofía de Spinoza permite eludir la dicotomía entre holismo e individualismo
metodológico. En sintonía con estas lecturas contemporáneas de Spinoza,
sostenemos, por un lado, que su filosofía permite trabajar críticamente con una
versión particular de holismo, el estructuralismo, actuando contra los
problemas de las posiciones estructuralistas en la teoría social (esos
problemas que los individualismos o los subjetivismos sólo aluden cuando
rechazan al estructuralismo en general, adjudicándole una constitutiva
incapacidad para concebir la praxis transformadora y el cambio histórico); y
permite a la vez actuar, por otro lado, contra una especie de retorno acrítico
a un individualismo metodológico, redoblado como individualismo sentimental, en
virtud del cual la experiencia inmediata de la vida afectiva pasa a convertirse
en un punto de partida explicativo, en vez de algo a ser explicado.
Si reivindicamos la filosofía de Spinoza como teoría
crítica, es porque entendemos que el pensamiento conceptual es capaz intervenir
en una coyuntura, no en cuanto puede mantener un supuesto “equilibrio” ante el
espectáculo de las fuerzas sociales en lucha, que le permitiría ser “objetivo”
o “neutral”; sino, al contrario, porque ese pensamiento (teórico) también participa
de la confrontación de afectos que tensiona el campo social. Un modo de
imaginar sólo puede ser combatido por otro modo de imaginar, “un afecto no
puede ser reprimido ni suprimido sino por medio de otro afecto contrario y más
fuerte” (Spinoza, E4p7), y no por la invocación de lo verdadero en cuanto tal.
Para Spinoza, las voliciones singulares o la facultad de afirmar y de negar,
que actúa en las ideas en cuanto son ideas, conecta el sentir y el pensar, de
tal manera que lo afectivo y lo intelectual no se disocian cuando se pone en
acto la potencia de conocer (es decir, la capacidad de establecer conexiones
verdaderas, de distinguir la realidad efectiva de las cosas de su imaginación).
A la vez, poner en juego la capacidad entender y
atender a las ambivalencias y las zonas oscuras de la afectividad es
fundamental para actuar no sólo contra la producción y manipulación del odio
social, sino también contra el culto banal de una alegría prefabricada
promovida por una exitosa gestión de los afectos que llevan adelante las
derechas neoliberales. La moralización sentimentalista, anti-intelectual y
anti-política de las emociones (cuyas líneas de incidencia se elaboran en
laboratorios de marketing político, que operan prioritariamente a través de la
fuerza de penetración de las redes sociales) se da hoy, en América Latina, de
maneras distintas. Por un lado, colabora con la producción de la indignación de
masas que necesitan, como infraestructura afectiva, los discursos
anti-corrupción que buscan deslegitimar a la política (sobre todo, a la
política que suele ser descalificada como populista: aquella que “intenta
redistribuir la riqueza a fin de incluir en el sistema político a estratos
sociales que están excluidos de él” [Traverso, Las nuevas caras de la derecha, Buenos Aires, Siglo XXI, 2018, p.
28]). Por otro lado, incide en la difusión de un pensamiento positivo (de
estilo new-age) que invita a las
personas a negar el dolor (propio y ajeno) y a restringir su sensibilidad a tal
punto de no reconocer ningún malestar. Así, ese pensamiento refuerza la
disposición a adaptarse a condiciones de vida cada vez más hostiles, y no
admite ninguna reflexividad crítica que abra interrogaciones sobre la supuesta
inteluctabilidad del actual estado de cosas. Se trata de confiar y de esperar
que la acción de los empresarios en el gobierno habrá de converger con los
esfuerzos individuales de los que merecen vivir bien, esto es, aquella parte de
la población que “se esfuerza” y lucha por sobrevivir “sin recibir ayuda de
nadie”.