06 diciembre, 2025

Filosofía y (como) trabajo manual

Diego Tatián

Diego Tatián, Filosofía  (como) trabajo manual, en Bitácora, 19 de septiembre, 2025:

Diego Tatián: “Filosofía y (como) trabajo manual” | Bitácora de la BFV.

1. El estudio es una –entre otras posibles– apertura al mundo, a los seres, a las ideas, al arte, a la ciencia, a las cosas. No solo una apertura a lo que hay, sino también: a lo que no hay, a lo que había alguna vez y se perdió, a lo que alguien registró en un apunte antes de que desaparezca, a lo que aún no ha sido inventado, a las promesas que no se cumplieron, a lo que falta, a lo ausente, a lo escondido en alguna parte… Estudio es un concepto que se piensa inmediatamente asociado al llamado trabajo intelectual, incluso si se practica como artesanía (en el sentido que Richard Senett confiere a esta palabra en su libro El artesano: “deseo de realizar bien una tarea, sin más”). Pero también podríamos dar un paso más y explorar el estudio bajo el modo del trabajo manual. Poner de relieve esa dimensión manual y “materialista” del estudio, presupone ante todo prestar atención a los objetos de los que se valen la lectura, la escritura, práctica de la filosofía y la estricta meditación: libros, cuadernos de trabajo, papeles, lapicera, lápices, una mesa, una silla, una biblioteca, otros muebles, una laptop u otro tipo de computadora, una lámpara, anteojos, quizá el termo y el mate o la taza de café…

En tanto praxis (en el sentido antiguo de la palabra), el estudio es diferente del aprendizaje y del conocimiento; en cierto modo, la actividad que pone en obra desvanece la distinción entre “vida activa” y “vida contemplativa”. Además: no avanza, no es acumulativo, no “capacita”. El estudio es lo contrario exacto de una “capacitación continua” y de una “adquisición de habilidades” para –por ejemplo– un mejor posicionamiento en el mercado laboral. Porque lo que importa en la praxis de estudiar no es el sujeto que se aboca a comprender algo sino el objeto de estudio como tal, en su incerteza, en su fragilidad, en su opacidad, en la condición amenazada y precaria de su singularidad. El estudio descentra al sujeto de sí mismo; por una curiosidad y una gratuidad lo desplaza a lo que se halla fuera de él. El mundo. Descartes escribió una obra a la que tituló de la manera más bella posible: Le monde. Palabra abierta, indeterminada, infinita, que impide cualquier clausura de la esperanza. Interrupción del circuito que establecen los significados impuestos por lo que ha vencido –lo que normalmente llamamos “realidad”. Mundo: lo que hace un hueco en la realidad, lo que permite entrever detrás, lo que la destotaliza y la mantiene en el abismo. Lo que preserva de su extinción el deseo de ser otro y el anhelo de transformación social. El estudio –el estudio de la filosofía en particular– como crisálida. Como inminencia de vita nova donde –porque– no se es centro. Donde nadie es centro.

Pero también “estudio” mienta el lugar donde el estudio sucede. Esta es, por ejemplo, la acepción que tiene la palabra en el libro que Giorgio Agamben escribió hace algunos años, Autorretrato en el estudio. El estudio como lugar de estudio aloja una forma de vida, una memoria, una promesa y un diálogo con el mundo.

2. Para aludir a lugares en los que se desarrollan ciertas actividades suelen emplearse las expresiones “estudio jurídico”, “estudio de grabación”, “estudio contable” o “estudio de arquitectura” (pero no existe “estudio de filosofía” en ese sentido –a no ser que lo pensemos como biblioteca, pero creo que no son equivalentes). “Taller”, en cambio, designa más bien al lugar donde se lleva a cabo un tipo de trabajo con materiales en el que interviene primariamente la manualidad. Es el lugar donde trabajan los carpinteros, los mecánicos, los ceramistas, los herreros, los artistas… De reciente, también existen los “talleres de filosofía”, aunque en un sentido diferente, como expresión con la que se invita a un tipo de trabajo conjunto con textos o con ideas, tratados como una materia.

Me gustaría encontrar en “estudio” y “taller” alguna acepción, aunque sea algo forzada o remota, para referirlos a la filosofía en tanto rutina del trabajo con las palabras, es decir con la lectura y la escritura, con el habla y con la escucha, γράμμα y φωνή. También imagino la filosofía como estudio en una acepción más; una donde la idea de estudio no es considerada tanto en un sentido académico sino según el significado que adopta en el mundo del arte: como boceto, croquis, apunte o nota visual, y da la idea de algo solo esbozado, preparatorio, no concluido. Pensemos en los cuadernos de artista, en los cuadernos de Leonardo por ejemplo.

Estudio quisiera significar así una exploración; la incursión conceptual en un problema o una idea filosófica que permita una aproximación a su complejidad –sería una experiencia de estudio quizá próxima a la idea de ensayo. En cuanto al taller, es asimismo difícil referirlo al trabajo con (en) la filosofía –a no ser que queramos, también en este caso, llamar taller a una biblioteca–, que es preponderantemente solitario.

Existieron filósofos que han tenido un taller, pero de otra cosa. Un taller de zapatería, por ejemplo. Y el trabajo en él ha sido importante para que sus ideas hayan sido esas y no otras.

3. No existen muchos filósofos artesanos. Uno de ellos fue Jakob Böhme –considerado el “primer filósofo alemán”–, quien nació en 1575 en una aldea contigua a Görlitz. Además de filósofo era zapatero (o al revés). Al parecer, ambas cosas no estaban desvinculadas: escribía con “un alemán barroco de zapatero” (“no se puede negar lo bárbaro de la exposición”, admitía Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, “aunque tampoco desconocer la profunda necesidad que este hombre tenía de la especulación”). Confunde las palabras, tiene mala ortografía, inventa etimologías absurdas, desconoce el latín… Pero no era la escritura lo importante. La experiencia de la divinidad que lo condujo a la filosofía no estuvo escindida de su oficio manual.

En el capítulo sobre Jokob Böhme de Entremundos en la historia de la filosofía, Ernst Bloch cita una página sobre los “zapateros alemanes” de Wilhelm Raabe en la novela El pastor del hambre:


Es, como dice el pueblo, ‘una nación de caviladores’ y ninguna de las otras artesanías produce entre sus miembros tan certeras y curiosas cualidades. La baja mesa de trabajo, el taburete también bajo, la bola de cristal llena de agua, recogiendo la luz del pequeño candil y envolviéndola con mayor brillo, el penetrante olor del cuero y de la brea, tienen que producir necesariamente un efecto insistente en la naturaleza humana, y lo producen poderosamente. ¡Qué hombres tan originales ha producido esta delicada artesanía! Toda una biblioteca podría escribirse sobre ‘zapateros raros’, sin agotar ni mucho menos el tema.

Bloch sugiere que la gran meditación metafísica que Böhme desarrolla no obstante la prohibición de escribir a la que había sido sometido, nace de la miseria del mundo popular y de las luchas campesinas donde arraiga el interrogante fundamental de su filosofía: “¿qué pasa con la luz y las tinieblas en este desgraciado mundo?”. La vasija de estaño cuya concavidad iluminada por el sol le reveló los secretos del universo una mañana cualquiera era uno de los tantos objetos que había en su taller.

4. Ciento cincuenta años más tarde existió otro filósofo que se ganaba la vida como artesano. Seguramente Spinoza nunca oyó hablar del zapatero arrebatado por la divinidad que ejercía su oficio en Görlitz (aunque Carl Gebhardt escribió que el pensamiento de la Ética es el resultado de una evolución en la que no se halla ausente la mística alemana, y Jakob Böhme en particular). Al parecer, como pulidor de vidrios ópticos Spinoza destacaba no tanto en la fabricación de lentes para telescopios como de lentillas para microscopios. Un elogio del trabajo manual con cristales puede leerse en la carta a Oldenburg del 20 de noviembre de 1665:


Huygens ha estado y aún está totalmente ocupado en pulir cristales dióptricos (anteojos), a cuyo fin ha montado una máquina, por cierto bastante precisa, con la que también puede hacer lentes al torno. Qué se proponga con ella aún no lo sé, y si he de ser sincero ni tengo gran deseo de saberlo. Ya que la experiencia me enseñó a pulir a mano lentes esféricos con más seguridad y perfección que cualquier máquina” [Carta 32, el subrayado es mío].

Spinoza solía visitar a Huygens, quien tenía una de sus residencias en Voorburg, a pocos metros de la casa en la que el filósofo vivió entre la primavera de 1663 y el invierno de 1670. Hablaban de óptica, de teoría de los colores, quizá de matemáticas, seguramente no de política. En diversas cartas, Huygens manifiesta especial consideración por la manera de trabajar Spinoza los cristales. “Siempre me recuerdo de las [lentes] que el Judío de Voorburg tenía en sus microscopios, que tenían un pulimento admirable, aunque no se extendía por todo el cristal”, o “El Judío de Voorburg terminaba sus pequeñas lentes por medio del instrumento y los resultados eran excelentes”.

Huygens no era artesano. Tampoco lo era Leibniz, aunque haya construido (o más bien hecho construir) un objeto –llamado “Rueda de Leibniz” o “Cilindro de Leibniz”– para realizar cálculos de manera mecánica. Ni Pascal, quien a los 19 años inventó la “máquina de aritmética”, luego conocida simplemente como Pascalina. Es una pieza hermosa, con muchas ruedas dentadas que se comunican el movimiento en un soporte de ébano no mayor que una caja de zapatos. Han llegado hasta nosotros siete de estas pequeñas máquinas (aunque los modelos diseñados por Pascal habrían sido aproximadamente cincuenta). La más antigua lleva incorporada una certificación escrita por Pascal con su puño y letra, en la que se lee (en latín): “Que este sea el símbolo de una máquina verificada, Blaise Pascal Auvernia Inventor. 20 mayo 1652”.

Pascal fue inventor y el diseñador de la Pascalina, pero no su artesano. En la Carta Dedicatoria a Monseñor el Canciller de 1645, escribe: “Como yo no tenía la habilidad de manejar el metal y el martillo como la pluma y el compás, y como los artesanos tienen más conocimiento de la práctica de su oficio que de las ciencias en que se funda, me vi precisado a renunciar por completo a mi empresa, de la que solamente sacaba muchas fatigas y ningún resultado satisfactorio”. Sin embargo, a instancias precisamente de Monseñor el Canciller, reinició el proyecto siguiendo muy de cerca el trabajo de los artesanos (ebanistas, herreros, relojeros…), a quienes jamás les había sido encomendado hacer algo tan extraño.

5. Spinoza sí era artesano. Trabajaba la materia con sus manos (como Jakob Böhme). Las manos hacen con los cristales objetos para ver, y esos objetos hacen a su vez cosas con las manos: “Una mano hermosísima –le escribe a Hugo Boxel [Carta 54]–, vista en el microscopio, parecerá horrible. Algunas cosas, vistas de lejos son bellas, y vistas de cerca, deformes. De suerte que las cosas, consideradas en sí mismas o en relación a Dios, no son ni bellas ni deformes”. Ni bello ni deforme por relación a Dios, Spinoza concibe al cuerpo como un efecto de arte, en este caso del arte mecánico natural en el que se inscribe la acción humana que designamos con esa palabra: “Y así también, cuando ven la fábrica del cuerpo humano, quedan estupefactos y, porque ignoran la causa de tanto arte, concluyen que está fabricada, no con un arte mecánico, sino divino o sobrenatural…” (E, I, Apéndice).

El texto fundamental para esta comprensión del arte como efecto del cuerpo –y del arte humano como prolongación del arte de la naturaleza del que habla el pasaje que se acaba de citar– se lee en el escolio de E, III, 2:


Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo, es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, qué es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza… Pues nadie hasta ahora ha conocido la fábrica del cuerpo… Dirán, empero, que no es posible que de las solas leyes de la naturaleza, considerada como puramente corpórea, surjan las causas de los edificios, las pinturas y cosas de índole similar (que se producen solo en virtud del arte humano), y que el cuerpo humano, si no estuviera determinado y orientado por el alma, no sería capaz de edificar un templo. Pero ya he mostrado que ignoran lo que puede un cuerpo… Añado aquí el ejemplo de la fábrica del cuerpo humano, que supera con mucho en artificio a todas las cosas fabricadas por el arte de los hombres.

La referencia es al De corporis humani fabrica… de Andrea Vesalio. No nos consta que este libro (muy popular desde su misma publicación en 1542 y de amplia circulación en los Países Bajos) haya sido efectivamente leído por Spinoza, si nos atenemos a la reconstrucción de su biblioteca –que no lo incluye. El volumen que en cambio sí fue registrado por el notario que realizó el inventario de la biblioteca spinozista en los días que siguieron a su muerte es Observaciones medicae, escrito por propio Doctor Nicolaes Claes Tulp y publicado en 1641. A su vez, algunos estudiosos de La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp (que Rembrandt había pintado en 1632 por encargo del poderoso gremio de cirujanos de la ciudad) sostienen que el volumen abierto en el primer plano de la parte inferior derecha de la obra no es otro que el libro de Vesalio.

Yo creo que Spinoza, lo que dice es esto: hay una espontánea artisticidad o poieticidad de la vida humana; una potencia productiva de ideas, objetos y vínculos que se explica por la vida que se expande, no por la muerte que impone su régimen de pasiones tristes. Por consiguiente, ese trabajo con el cuerpo (con las manos en concreto) que llamamos arte –o artesanía, no creo que en el siglo XVII hubiera demasiada diferencia entre ambas cosas– no es imperium in imperio, sino ejercicio efectivo de una potencia natural conforme una modalidad que requiere de la vida en sociedad[1].

6. Un conocido pasaje del Tratado de la reforma del entendimiento explica el modo de trabajo de la vis nativa con la que está dotado el entendimiento en base a la labor de los herreros. No hay método; pensar es trabajar en el pensamiento como los herreros trabajan los metales:


…para hallar el mejor método de investigar la verdad, no se requiere otro método para investigar el método de investigar; y para investigar el segundo método, no se requiere un tercero, y así al infinito, puesto que de ese modo no se llegaría nunca al conocimiento de la verdad o, mejor dicho, a ningún conocimiento. Sucede en esto exactamente lo mismo que con los instrumentos materiales, sobre los que se podría argumentar del mismo modo. Y así, para forjar el hierro, se necesita un martillo; para poseer un martillo hay que hacerlo, y para ello se necesita otro martillo y otros instrumentos, y para obtener éstos se requieren otros instrumentos y así al infinito. En vano se esforzaría nadie en probar, de este modo, que los hombres no tienen poder alguno de forjar el hierro.

Sin embargo, no es el golpe del martillo sobre el hierro en el yunque lo que nos da la clave del oficio de pensar, que sucede de otro modo. Existe una palabra latina –también proveniente del trabajo manual– que era muy querida por Spinoza: emendatio. Es la palabra que usaban los artesanos tipógrafos cuando debían corregir un error sin dañar la página, una intervención delicada y precisa sobre una materia frágil que acoge un sentido en construcción. El trabajo de artesanos imprenteros sobre las erratas de los copistas era una lenta práctica materialista sobre la página que aloja el error para suprimirlo delicadamente y escribir de nuevo, sobreescribir en el sitio donde se ha logrado quitar la errata. Una manualidad en extremo precisa, opuesta a la que emplean los herreros.

En ese “libro” (mal traducido como “reforma”), Spinoza la remite al trabajo sobre el entendimiento, pero abandona el texto y lo deja inconcluso cuando, creo, se da cuenta de algo: lo que es necesario enmendar no es el entendimiento sino la imaginación. Y el deseo. Sobre todo una de las formas que el deseo adopta: el amor. Pues la desdicha está vinculada íntimamente al amor, que arrastra hacia su contrario cuando se deja librado a sí mismo: la fortuna, que rige la contingencia del mundo, lo despoja de lo que era como un mar embravecido arrambla los cuerpos para dejarlos tirados en cualquier parte. El infortunio se abate y abate por amar ciertas cosas y ciertas personas (un tirano, por ejemplo) que redundará inexorablemente en daño del amante. Lo que hacia el final de su recorrido filosófico Spinoza llama “amor intelectual” es el resultado de una enmienda del amor, respecto del que es necesario precaverse y desconfiar cuando es solo pasional. Cuando es así, casi siempre acabará mal.

Kintsukuroi es un muy antiguo arte japonés de reparar -con resina, polvo de oro y otros materiales- la cerámica que se rompe. O cosas cuya rotura pareciera no tener arreglo. Así reparados, según los artesanos del Kintsukuroi, los objetos quedan más bellos de lo que eran cuando estaban sanos porque incorporan, en vez de buscar ocultarlas, las marcas de la vida: el envejecimiento, el estropicio por descuido o por azar, las cachaduras, el desgaste por el uso, la amenaza consumada de los seres, y el trabajo humano que hace algo con esas injurias del tiempo. Es lo que en Occidente suele nombrarse, en mi opinión, con la palabra ética. O al menos lo que Spinoza llamó ética. El libro que escribió (y por prudencia decidió no publicar) con ese nombre, tal vez no es otra cosa que una artesanía de palabras –una emendatio– con la que buscaba recomponer lo que se había roto un día de verano de 1656. Lo que se había roto era ni más ni menos que su vida, a la edad de veinticuatro años, cuando fue expulsado de su comunidad, maldecido, abominado, condenado al odio, execrado y casi asesinado con un puñal. Había que hacer algo con todo eso y Baruch (que ya había dejado de serlo para ser Bento, o, públicamente, Benedictus) escribió un libro. Lo llamó Ética, pero quizá solo era una forma de trabajar sobre un destrozo existencial, una reparación de sí con la que hacer de su vida algo más pleno de lo que lo era antes de la otomía que buscó producirle la muerte -al menos la muerte social.

7. Baruch Spinoza y Johannes Vermeer nacieron el mismo año. No disponemos sin embargo de ningún vestigio histórico que testimonie un encuentro efectivo entre el filósofo-artesano y el pintor. Jean-Clet Martin solamente lo barrunta siguiendo lo que llama una “hipótesis borgiana”, a partir de indicios indirectos, e imagina intercambios materiales e intelectuales entre ambos: mientras que las lentes de la camera obscura con la que trabajaba el pintor habrían salido del taller del filósofo, el Tratado sobre el arco iris habría nacido de esos intercambios. En efecto, sugiere Martin, el incierto tratado spinozista sobre los colores en el cielo “no carece de relación con el libro de Adriaen Metius que [en la pintura El astrónomo] está frente al astrónomo, y donde se adivinan las hipérboles (Metius es el inventor del astrolabio, del mismo modo que Spinoza es el maestro de obra de las lentillas de cuyo descubrimiento se apropió Leeuwenhoeck, hasta que el cuadro de Vermeer parece testimoniar, de manera secreta, una restitución a Spinoza de sus derechos)”. De Metius, en la biblioteca de Spinoza consta el Astrolabio [Adriaan Metius Fondamentale onderwijsinghe aengaende de Fabrica ende het veelvoudigh ghebruyck van het Astrolabium, Franecker, U. Balck, 1627]. Pero el volumen identificado en la mesa de trabajo del astrónomo vermeeriano es Sobre la astronomía y la geografía, (1621), abierto en la página donde comienza el libro III: “Relativos la investigación o de la observación de las estrellas”.

Efectivamente, Spinoza pudo haber conocido a Vermeer (Delft no quedaba lejos de ninguno de los lugares en los que él vivió), aunque no nos ha llegado nada que así lo corrobore. Una “hipótesis borgiana” no basta. Sí sabemos por múltiples indicios que tenía vínculos con artistas y con artesanos. Uno de sus biógrafos antiguos dice haber visto un cuaderno de dibujos del filósofo que, poco después de su muerte, le mostró el hospedero que le alquilaba la habitación donde vivió durante los últimos años. Ese mismo biógrafo, que se llamaba Colerus, afirma que entre los dibujos había un autorretrato con atavíos de Masaniello, un pescador revolucionario condenado a muerte en 1648 tras fracasar en la revuelta antiespañola que había encabezado en Nápoles. El cuaderno se perdió en algún recoveco del tiempo vedándonos para siempre la posibilidad de saber cómo eran los dibujos de Spinoza (siglos después, John Berger intentó suplir esa pérdida en un libro delicado y conjetural llamado El cuaderno de Bento).

Pero algo nos ha quedado. En la obra que escribió sobre Descartes y en el intercambio epistolar, Spinoza acompañaba algunas veces con dibujos las demostraciones geométricas, las discusiones de química y los argumentos de óptica. Conté treinta y dos, que en algunos pocos casos se repetían. Constan en la edición que sus amigos apresuraron inmediatamente después de su muerte, en 1677. Sin esa publicación realizada en secreto una operación política de alto riesgo que logró evadir la censura de los pastores y las autoridades políticas probablemente la mayor parte de las obras de Spinoza, entre ellas la Ética, se hubiera perdido para siempre.

Los dibujos tal y como los conocemos no son desde luego autógrafos, sino la traslación que debió realizar un maestro matricero para la impresión, tratando de ser fiel a los que Spinoza había dibujado a mano alzada en sus papeles. Pero uno de ellos sobrevivió en el original de la carta 6 a Oldenburg:

La mano que dibuja, la mano que pule y el entendimiento que enmienda forman una trama que comprender. En tanto, imaginemos una buhardilla de La Haya en la que alguien no logra conciliar el sueño; imaginemos que decide entonces ocupar el tiempo insomne en poner al día la correspondencia muchas veces con interlocutores de los que sería prudente desconfiar; imaginemos que hace frío. Imaginemos que el hombre que vive allí abre las cortinas para cada tanto mirar la noche, se sienta frente a su mesa de trabajo y comienza a escribir. Sin particular cuidado, traza esos dibujos con el solo propósito de volver más comprensible un argumento. Y aunque supiera, como sabía, que no somos dueños de la deriva de las cosas que hacemos o decimos, difícilmente pudo imaginar para ellos un destino tan extraño y tan remoto. Como un collage con esos dibujos, de donde salió este cuadro que se llama El infinito (1,00 x 0,95). Produce un efecto raro sacarlos de contexto y ponerlos todos juntos.

Bibliografía

AGAMBEN, G. (2018) Autorretrato en el estudio. Buenos Aires, Adriana Hidalgo.

BERGER, J. (2012) El cuaderno de Bento. Buenos Aires, Alfaguara.

BLOCH, E. (1983) Entremundos en la historia de la filosofía. Madrid, Taurus.

DOMÍNGUEZ, A. (comp.) (1996) Biografías de Spinoza. Madrid, Alianza.

GEBHARDT, C. (1929) “Rembrandt y Spinosa (contribución histórica al problema del barroco)”, en Revista de Occidente, Madrid, t. XXIII.

HEGEL, G. (1955) Lecciones sobre la historia de la filosofía. México, Fondo de Cultura Económica.

HOBBES, T. (1998) Leviatán. México, Fondo de Cultura Económica.

MARTIN, J.-C. (2011) Bréviaire de l´éternité. Vermeer et Spinoza. Paris, Éditions Léo Scheer.

PASCAL, B. (2015) Las Provicniales. Opúsculos. Cartas. Obras matemáticas. Obras físicas. Madrid, Gredos.

SENETT, R. (2009) El artesano. Barcelona, Anagrama.

SPINOZA (1986) Tratado teológico-político. Alianza, Madrid.

SPINOZA (1988 a) Correspondencia. Madrid, Alianza.

SPINOZA (1988 b) Tratado de la reforma del entendimiento. Madrid, Alianza.

SPINOZA (1988 c) Principios de filosofía de Descartes. Madrid, Alianza.

SPINOZA (2023) Ética. Buenos Aires, Colihue.

Nota

1. Spinoza comparte la idea hobbesiana del estado de naturaleza como una situación de precariedad en la que nada puede prosperar (es decir, una condición en la que  “no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto… no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad…” -Leviatán, XIII). También para Spinoza, sin sociedad la vida es incierta y el arte en todos sus sentidos se desvanece: “La sociedad es sumamente útil e igualmente necesaria… a menos que los hombres quieran colaborar unos con otros, les faltará arte y tiempo para sostenerse y conservarse lo mejor posible…” (TTP, V, el subrayado es mío). El “arte” está pues integrado a la ocupación común de sostenerse en la vida.

30 noviembre, 2025

El joven Marx, lector de Spinoza

El joven Marx, lector de Spinoza

Marilena Chauí

Marilena Chauí, fragmento de “Marx y la democracia (el joven Marx lector de Spinoza)”, Papel Máquina, núm, 11, 2017, pp. 83-97.

Entre los marxistas, se suele invocar a Spinoza contra Hegel cuando se pretende encontrar un predecesor ilustre para el pensamiento de Marx, ya sea porque el spinozismo funcionaría como un antídoto contra el misticismo dialéctico, o porque la defensa de la democracia por Spinoza iluminaría la crítica de Marx a la filosofía política hegeliana[13]. Aunque esta segunda hipótesis no es descabellada, creemos que la búsqueda de una tradición de pensamiento no-hegeliana para la obra de Marx puede tener como consecuencia la anulación del papel decisivo de la dialéctica de y en Marx, pudiendo llevar, por ejemplo, al reemplazo de la contradicción por la oposición real kantiana (como en Colletti) o por la “causalidad estructural” supuestamente spinoziana (como en Althusser). Por otra parte, tal procedimiento corre el riesgo de neutralizar el trabajo del pensamiento de Marx conquistando su propio campo de expresión, al sustituirlo por un mosaico mecánico de “influencias” variadas.

Hay, por lo menos, dos objeciones de peso contra la tentativa de encontrar ideas spinozianas en la obra de Marx –o del joven Marx, precisamente en la época en que criticaba filosóficamente a la religión y a la política, cuando transitaba gradualmente, a partir del contacto con los movimientos obreros, del humanismo democrático al comunismo filosófico, y de allí al comunismo propiamente dicho.

La primera objeción, más inmediata, es que el spinozismo es una filosofía de la afirmación absoluta, que impide otorgar cualquier estatuto ontológico y epistemológico a la negación –cosa que Marx no ignoraba, pues ese era el leitmotiv de la crítica hegeliana a Spinoza, y porque además conocía la carta 21 de Spinoza a Blyenbergh, dedicada a la crítica de la negación como realidad en sí o para el pensamiento[14]. Puesto que no hay negación, no hay dialéctica en Spinoza –en él, como señalara Hegel, lo positivo es intrínsecamente indestructible, la contradicción es considerada imposible y la substancia todavía no es sujeto, en cuanto desconoce la reflexión y el desarrollo. En el umbral entre la lógica del ser y la de la esencia, prisionero del entendimiento abstracto, el spinozismo es inerte.

Este no es el momento para examinar lo correcto o incorrecto de las interpretaciones hegelianas, aunque podemos brevemente recordar que Spinoza no rechaza la negación y la contradicción, sino que las piensa como la acción recíproca de contrarios cuya fuerza es desigual –lo cual da lugar a la destrucción de uno de los términos–, además de considerarlas como un evento proveniente del exterior y, por tanto, no producido por la propia esencia singular, o dicho de otro modo: aquello que le ocurre a la esencia y que ella no puede tolerar[15]. Sin embargo, aunque nuestra intención no sea transformar a Marx en un spinoziano, vale la pena observar que la objeción no impide la presencia de algunas ideas spinozianas en la elaboración de la crítica política hecha por el joven Marx. Al contrario, para un pensador que en aquel momento estaba interesado en mostrar el lastre teológico del poder político y en defender una perspectiva democrática, la compañía de las ideas spinozianas no es imposible. 

La segunda objeción, más específica, indica que la filosofía política spinoziana es iusnaturalista, razón por la cual sería alcanzada por las críticas de Hegel y Marx al iusnaturalismo. Además, Spinoza concibe el derecho de una manera muy diferente a la de Hobbes, pues juzga que no hay ruptura entre derecho natural y derecho civil: si el primero es pensado sin la sociedad y la política, es una abstracción teórica; a la vez, el segundo es concebido como la forma socio-política del primero. Así, a diferencia tanto de Hegel y de Marx, como de Hobbes, Spinoza parece situarse más acá de la modernidad, ya que no trabaja con la separación sociedad civil-Estado, como los dos primeros, ni con la oposición derecho natural-derecho civil, como el segundo.

Tampoco cabe aquí que nos explayemos sobre la concepción spinoziana del derecho y de la sociedad civil (para él, la sociedad política), considerada como el momento en el cual los hombres pasan a tener una vida verdaderamente humana, “no definida sólo por la digestión y la circulación de la sangre”. Entretanto, sería conveniente recordar que Spinoza define al derecho (natural y civil) como poder (potentia individual y potestas colectiva), al estado de naturaleza como impotencia o abstracción (la potentia individual temerosa y víctima de todas las que la rodean), al estado civil como racionalidad operante en el seno de las pasiones y carencias naturales, y no como producto de un pacto social racional entre hombres libres; pues los hombres no nacen libres, sino que se tornan libres, y en el estado de naturaleza no hay libertad, ya que ésta (exactamente como la definirá el joven Marx en el tercero de los Manuscritos de economía y filosofía) consiste en ser autónomo, señor de sí, autodeterminado y apto para lo múltiple simultáneo, todo ello imposible en el estado natural. Spinoza tampoco distingue los regímenes políticos por el número de gobernantes ni por el carácter electivo o no de los dirigentes, sino por la proporcionalidad interna establecida entre la potentia de los ciudadanos y la potestas política, de tal modo que la tiranía es ausencia de proporción, la monarquía, desproporción, y la democracia, plena proporcionalidad; en la democracia nadie se puede identificar con el propio poder, inconmensurable frente a la potentia de cada uno y de todos sumados, de manera que cada cual “permanece libre e igual, tal como era antes de la constitución de la soberanía”. En fin, cualquiera sea el régimen político, el momento de su fundación tiene como sujeto al pueblo, que puede alienar su propio poder entregándolo a uno o a varios, o conservarlo como poder social colectivo o democrático –dependiendo tales variaciones de las condiciones históricas determinadas en las cuales la fundación política tiene lugar; la ciudad puede nacer del deseo de la vida (haciéndose libre) o del temor a la muerte (haciéndose esclava de uno o de varios).

23 noviembre, 2025

Marilena Chauí, lectora de Spinoza

Mariana de Gainza

Mariana de Gainza, “Marilena Chauí, lectora de Spinoza”, en Marinela Chauí, La nervadura de lo real, trad. Mariana de Gainza, Buenos Aires, FCE, 2023, pp. 9-26. Publicado originalmente en Papel Máquina, núm. 11, 2017, pp. 15-33.

1. Lecturas

Existen innumerables maneras de leer a Spinoza. Y lo que quisiera tratar de pensar aquí es la manera en que lo lee la filósofa brasileña Marilena Chauí. Pero como toda lectura es necesariamente situada, es decir, se realiza desde ciertos cruces de textualidades e intereses que son, justamente, los que definen la perspectiva de cada lector, partimos aquí (para delimitar nuestro propio sesgo) de la precisa descripción que realiza Pierre Macherey del efecto que la lectura de Spinoza es capaz de provocar: “Spinoza nos obsesiona y nos acecha a la manera de un inconsciente teórico que condiciona y orienta una gran parte de nuestras elecciones intelectuales y nuestros compromisos efectivos, en la medida en que nos permite reformular una gran parte de los problemas que nos planteamos”[1].

Puesto que de esa experiencia me asumo partícipe, me permito tomarla como punto de partida, para sostener, entonces, que un amplio campo de lecturas contemporáneas de la filosofía spinoziana puede ser reunida bajo esa acepción del “spinozismo” que delinean las palabras de Macherey: el spinozismo como respuesta a algo que el nombre de Spinoza condensa, que obsesiona, acecha, condiciona; algo que orienta opciones intelectuales y compromisos prácticos, que otorga una forma peculiar a inquietudes que son simultáneamente ético-políticas y teóricas.

A la vez, si quisiéramos distinguir al interior del campo spinozista circunscripto de esa manera algunos estilos de lecturas, podríamos distribuirlas a lo largo de un eje que pondere en qué grado o de qué modo esa acechanza es asumida, esto es, cuál es el tipo de relación que determinado pensamiento sostiene con el pensamiento de Spinoza. En primer término, es posible señalar lo que sería la forma pura en que un pensamiento susceptible de ser concebido como un “inconsciente teórico” ha de manifestarse: como ausencia explícita, o bien, presencia sólo implícita. De suerte que existe una forma de “pensar en Spinoza”, donde “Spinoza”, en vez de ser un objeto al que se dirige el pensamiento para examinarlo, constituye una suerte de elemento especulativo, un terreno, suelo, o medio, en el cual se piensa. Esta forma de leer se expresa bien en la afinidad spinozista revelada por Freud, cuando señala en una car ta: “Admito de buen grado mi dependencia de la doctrina de Spinoza. Nunca hubo razones para que mencionara expresamente su nombre, pues concebí mis hipótesis más a partir de la atmósfera creada por él que del estudio de su obra”[3]. En el polo opuesto a lecturas de este tipo, situaríamos a aquellas que se llevan a cabo, en general, desde la perspectiva de la historia de la filosofía, y que dieron lugar a una enorme cantidad de investigaciones susceptibles de ser identificadas con el rótulo de estudios spinozianos. En estos casos, Spinoza es el objeto explícito de la pesquisa, y la acechanza u obsesión con la que su nombre interpela al investigador se manifiesta en la minuciosidad con la que trata de reconstruirse el andamiaje conceptual de su obra.

Entre esos dos tipos de lecturas extremos (Spinoza como objeto explícito de la investigación, y Spinoza como elemento especulativo ausente, sin embargo, de la investigación) ubicaríamos la lectura de Althusser. El filósofo francés reivindica explícitamente la perspectiva spinoziana como aquella en la que se apoya su propia intervención teórica, pero lo hace sin extenderse en los detalles de dicha identificación. Realiza alusiones más o menos enigmáticas, o bien, invocaciones precisas a ciertas ideas spinozianas clave, sin que las implicancias de dicha asociación sean exhaustivamente explicadas. En cuanto se reconoce un modo de “ser spinozistas” consistente en “tomar del autor del Tratado teológico-político y de la Ética ciertas tesis que él nunca hubiera proclamado, pero que autorizaba”[4], esas coordenadas spinozianas son perceptibles a lo largo y ancho de los textos de Althusser, funcionando como una especie de dique direccionador del discurso, que así discurre (sostenido por esa estructura inmanente) sobre otras cosas vitales.

La lectura de Deleuze también responde a la interpelación que el nombre de Spinoza produce, haciendo de él el interlocutor explícito de una conversación filosófica que produce un suelo discursivo común. Mediante el recurso a lo que llamaríamos una analítica plástica que busca destilar lo que hay de conceptual en las cosas, formula los términos de su propia filosofía. Dicha formulación se produce como un juego de composición con otras voces (entre las que resuenan, especialmente, la de Spinoza y la de Nietzsche), cuyas inflexiones originales adoptan, en virtud del diálogo, una modulación propiamente deleuziana. O para decirlo con mayor precisión: de la contaminación recíproca surgen, sin dudas, un Spinoza deleuziano y un Nietzsche deleuziano (así como un Deleuze spinoziano/nietzscheano); pero surgen también un Spinoza nietzscheano y un Nietzsche spinoziano. Enfocando las cosas desde otro ángulo: si la lectura de Deleuze es más filosófica que política, una lectura que abreva de la suya, como la de Toni Negri, se revela más política que filosófica. Y se muestra capaz de inspirar, además, toda una serie de usos contemporáneos de la obra de Spinoza, que tratan de actualizarla como una suerte de pócima para la acción política presente. Este spinozismo sui generis responde al carácter de urgencia que suele impregnar las intervenciones ideológico-políticas en las coyunturas, y tiende a esgrimir su nombre como garantía ontológica de la emancipación de la humanidad.

En fin, allí donde la obra spinoziana actúa como atmósfera especulativa que favorece la producción de ideas, o como estructura subyacente que explica una serie de movimientos argumentativos, o como foco de una interlocución que acompaña permanentemente la construcción conceptual, o como inspiración teórico-política de la imaginación que confía en horizontes precisos de felicidad colectiva, se despliegan distintos tipos de actualización de la idea de inmanencia. Nuestra pregunta sería entonces: ¿Cuál es la noción de inmanencia que se produce en una lectura de Spinoza como la que elabora Chauí, esto es, una lectura que –según el esquema provisorio que acabamos de diseñar– entraría dentro del campo de obras que hacen de Spinoza el objeto explícito de la investigación? En la secuencia de una argumentación a la vez densa y leve, que se orienta por la convicción de que historia y los textos filosóficos se iluminan recíprocamente, la experiencia intelectual que pauta la vida de Spinoza aparece como expresiva de una configuración histórico-cultural que la excede, y frente a la cual ella también se recorta como exceso. Pero si esa experiencia puede singularizarse y desprenderse del fondo de su época, ello sólo es así en virtud de la actuación de una hipótesis ético-política de lectura (la misma que habilita a la obra de un pensador europeo del siglo XVII a abrirse a preguntas e inquietudes formuladas desde nuestro presente). Planteadas así las cosas, y puesto que los esquemas sólo son productivos si los sostenemos un momento, para luego dejarlos caer, ¿se encuentra, en verdad, la lectura histórica de Chauí en el polo opuesto del peculiar spinozismo de Freud?

15 noviembre, 2025

Sobre la crítica de Climacus, seudónimo de Kierkegaard, a Spinoza

Digressionsimpressions’s Substack, 4 de noviembre, 2025:

https://digressionsimpressions.substack.com/p/on-kierkegaards-climacus-criticism

En el capítulo III de las Migajas filosóficas (o Fragmentos filosóficos) de Kierkegaard (1844)[1], publicadas bajo el seudónimo de Johannes Climacus (pero con Kierkegaard figurando como editor en la portada), hay una nota a pie de página muy extensa dirigida contra Spinoza. (Abajo la cito íntegramente). En el contexto de esta nota, Climacus analiza el marcado contraste entre inferir la existencia de algo completamente desconocido (es decir, un desconocido desconocido) y deducir la existencia a partir de algo previamente postulado o asumido (un desconocido conocido). Como afirma Climacus: «no concluyo siempre en la existencia, sino que concluyo de la existencia en la que me muevo» [p. 53].

Climacus ofrece a continuación un ejemplo:

¿No sería altamente extraño que alguien quisiera demostrar la existencia de Napoleón a partir de los hechos de Napoleón? Su existencia explica bien los hechos, pero los hechos no demuestran su existencia, al menos que haya sobreentendido previamente la palabra «su» de modo tal que esté supuesto con ello que existe. Es verdad que Napoleón es sólo un individuo y que no ha lugar a una relación absoluta entre él y sus actos, de forma que cualquier otro podría haber realizado los mismos hechos. Quizás de ello depende que no pueda deducir de los hechos la existencia. Si a los hechos los llamo hechos de Napoleón, entonces la demostración es superflua, porque ya la he nombrado; si lo ignorara, nunca podría demostrar que los hechos son de Napoleón, sino (de manera puramente ideal) que son de un gran general, etc. [p. 54].

Subyacente en el planteamiento de Climacus se encuentra la estructura argumentativa general de las críticas de Hume a la prueba cosmológica y al argumento del diseño. (Creo que para Climacus esto resulta familiar por la presentación que Jacobi hace de estos temas). Pero no es en esto en lo que Climacus quiere centrarse. El pasaje citado es preliminar a una serie de contrastes posteriores:

Cierto, entre Dios y sus actos existe una relación absoluta y Dios no es un nombre, sino un concepto, quizás de esto deriva que su essentia involvit existentiam [p. 54].

Este es el punto en el que Climacus añade una larga nota a pie de página contra Spinoza. Pero antes de llegar a eso, Climacus no define qué es una «relación absoluta». Sin embargo, inmediatamente después escribe que «las obras de Dios son, por lo tanto, cosas que solo Dios puede hacer». Así pues, en la jerga actual, existe una relación intrínseca entre Dios y sus obras. Pero, según lo anterior, no se puede demostrar la existencia de Dios a partir de sus obras sin caer en una petición de principio (ya que se le ha introducido subrepticiamente en la definición de «sus obras»).

08 noviembre, 2025

Étienne Balibar, lector de Spinoza

Lucía Vinuesa 

Vinuesa, Lucía, Étienne Balibar lector de Baruch Spinoza: La teoría del conatus como potencia emancipadora. Las Torres de Lucca 13 (1), 2024: 21-30. PDF

Dentro del spinozismo francés, la lectura que ofrece Étienne Balibar se destaca por su matiz fuertemente político y su contribución a una filosofía de la política crítica del pensamiento filosófico político. Este artículo aborda los textos que Balibar destina a la obra de Baruch Spinoza con el objetivo de vislumbrar el modo en que el filósofo neerlandés abona a una teoría de la política sobre las bases de una ontología transindividual, de la democratización, del conatus emancipador, de la ambivalencia propia de las masas y las formas de relación con el Estado.

Étienne Balibar fue un discípulo de Louis Althusser que permaneció bajo la órbita del marxismo hasta la década de 1980, momento en el que, sin abandonarlo del todo, y acompañado del pensamiento de Baruch Spinoza, emprende una relectura del liberalismo político (Hewlet, 2010; Tosel, 2015). En ese momento, asistimos a un giro en su producción tras la incorporación de nuevos problemas, como la pregunta por la autonomía de la política, en el marco del Centre de Recherche que motorizaron Nancy y Lacoue-Labarthe (1981, 1982), la cuestión del sujeto, la Declaración de los derechos del Hombre y del ciudadano como enunciado universal aún pertinente para pensar las formas de sujeción y de ciudadanía, la política como transformación, el problema de las fronteras, la inmigración, las razas, las clases, las figuras de ciudadanía supranacional, entre otras. En este marco, la filosofía de Karl Marx y, a partir de él, la filosofía de Baruch Spinoza son centrales en la medida en que son objeto de estudio de Balibar y, a su vez, son la base en la que se apoya para pensar la política y desde la que construyó su proyecto de refundación de una ontología política.

La producción de Balibar, específicamente como lector de Spinoza, forma parte de los nuevos debates que nutren, en la filosofía política, un nuevo Spinoza renaissance (Tatián, 2011), a partir de la alianza entre el spinozismo y el marxismo (Montag y Stolze, 1997)[1] y del resurgimiento del spinozismo francés a finales de la década de 1960 (Vinciguerra, 2009). Esta nueva ola spinozista fue sensible a las reflexiones políticas en los medios filosóficos parisinos que siguieron a los acontecimientos de 1968, y estuvo próxima a los diferentes movimientos radicales de izquierda. El spinozismo se convirtió así en una formidable herramienta conceptual para la elaboración de una antropología política inspirada en Marx. Es en el seno de esta matriz compartida, que podemos calificar de marxista, en un sentido que se ha ido ampliando con el tiempo, donde han podido desarrollarse spinozismos a veces muy diferentes. Esta matriz permitió la elaboración de instrumentos teóricos para un trabajo crítico sobre problemáticas contemporáneas, motivo por el cual designar como spinozista a un pensamiento no refiere solo al estudio del filósofo holandés sino a un ejercicio singular de la reflexión intelectual.

Ahora bien, en el contexto de la llamada crisis del marxismo en el que surgen nuevos problemas políticos producto de la globalización, se da un paso de la búsqueda de “Spinoza antes que Marx,” es decir, a Spinoza como precursor de Marx que caracterizó al spinozismo de la década de 1960, a “Spinoza luego de Marx.” Siguiendo a Vinciguerra (2009), podemos afirmar que Balibar fue quien mejor supo situarse en este cambio de perspectiva interrogando a Spinoza menos para encontrar en él un marxismo que para pensar de nuevo los principios antropológicos y políticos de conceptos como el de identidad y el de individuo, e introducir la noción de transindividual. En este marco, la puesta en cuestión del carácter sustancial concedido típicamente a la noción de individuo se presenta como el resultado de una atmósfera que cuestiona también la esencia paradójica de la democracia.

Por otro lado, y en relación a lo descrito, podemos pensar que Spinoza funciona en Balibar al modo de un “inconsciente teórico,” como sugiere Pierre Macherey (1992) en relación al pensamiento contemporáneo. Resulta interesante inscribir a Balibar en el arco con el que Mariana de Gainza (2020) presenta la lectura spinozista de Marilena Chaui. Dentro de este arco que reúne al spinozismo contemporáneo nos encontramos con lecturas en torno al nombre de Spinoza, aquel que “condensa, obsesiona, acecha, condiciona; algo que orienta las opciones intelectuales y compromisos prácticos, que otorga una forma peculiar a inquietudes que son simultáneamente ético-políticas y teóricas” (p. 9). Si quisiéramos distribuirlas dentro de este espectro, la autora sugiere preguntarse en qué grado esa acechanza es asumida, o bien, cuál es el tipo de relación que determinado pensamiento asume con el de Spinoza. Es este modo el que resulta especialmente sugestivo para analizar el vínculo entre Balibar y el spinozismo, aquel pensamiento “en Spinoza” en el que éste, antes que un objeto al que se “dirige el pensamiento para examinarlo, constituye una suerte de elemento especulativo, un terreno, suelo, o medio, en el cual se piensa” (p. 10).

Ahora bien, entre las grandes lecturas contemporáneas de Spinoza, como es la de Martial Gueroult, Gilles Deleuze, Pierre Macherey, Antonio Negri, la propia Marilena Chaui, entre otros, la particularidad del modo en que Balibar lee a Spinoza es que lo hace en una clave manifiestamente política, aborda una obra filosófica clásica bajo la guía de la dimensión política de la misma. Concibe el Tratado Teológico-político como un manifiesto político, un libro militante, que logra conciliar virtuosamente dos tesis tradicionalmente contrapuestas: la libertad del individuo y la soberanía absoluta del Estado. Y del Tratado político Balibar destaca el modo en que Spinoza asume el punto de vista de las masas o la multitud para definir el carácter de un régimen político. Finalmente, la Ética se constituye en la fuente de una antropología política desde la cual compone una ontología transindividual. A su vez, el ejercicio de relectura de la obra de Spinoza tiene efectos en la producción filosófica y política de Balibar, como ocurre con el concepto de la igualibertad y la relación entre el ciudadano y el sujeto para pensar la emancipación.

A lo largo de estas páginas, recuperamos las lecturas que Balibar realizó de Spinoza con el objeto de vislumbrar el modo en que el autor hace del pensamiento spinozista una crítica a la filosofía política para re-pensar la emancipación, la relación entre la democracia, el Estado y las masas, y resignificar, desde una perspectiva crítica y democrática radical, categorías que en la teoría política suelen asociarse al ideario liberal. Para ello, nos valdremos de dos vías principales. La primera de ellas es el análisis de la noción de conatus que remite a la esencia del ser y a la pregunta de qué es el hombre. Las proposiciones clave que definen al conatus las encontramos en la Ética III. Desde las primeras proposiciones comprendemos que todos los aspectos de la vida afectiva reenvían, en última instancia, a una potencia fundamental de existir y de actuar, designada bajo el término de conatus, que corresponde a una verdadera fuerza natural y vital, a partir de la cual todas las cosas, no solamente los hombres, así como todos los comportamientos ligados a esas cosas, encuentran su razón de ser. Esta potencia constituye la fuente de la cual emanan todos los afectos, que al mismo tiempo los realiza en modos variados (Macherey, 1995, p. 71). El hombre es, entonces, esencia actuante determinado por otras causas eficientes y participa de la potencia universal de la naturaleza. Desde el punto de vista del conatus spinozista, como veremos en mayor detalle en las páginas que siguen, estamos en las antípodas de un pensamiento del hombre como individuo racional o mónada. La segunda vía es el término político de lo transindividual, que Balibar recupera de Gilbert Simondon (2011), para pensar desde Spinoza las formas de individuación a partir de los modos de relación. Así, Balibar nos sitúa, junto a Spinoza, en una ontología naturalista, de la relación y de la comunicación.

Como veremos a lo largo de los apartados siguientes, la puesta en cuestión del individualismo a partir de una teoría del conatus y el carácter aporético de las masas nos permiten concluir en una filosofía transindividual y en una democracia como tendencia antes que como régimen. En pocas palabras, podemos decir que parte de la re-lectura balibariana del liberalismo político lejos de restringirse a cuestionar al individualismo como punto de partida y de llegada, nos permite pensar la dialéctica sujeto-ciudadano, desde una ontología de la transindividualidad, y del devenir necesario para comprender por qué se entiende la emancipación como resultado de una ciudadanía trabajada desde un conatus emancipador y es este recorrido el que quisiéramos reflejar en las páginas que siguen.

02 noviembre, 2025

Spinoza y la neurociencia: el determinismo puesto a prueba en el tiempo

Deodato Salafia

Publicado originalmente en italiano en Artuu, 7 de septiembre, 2025: Spinoza e le Neuroscienze: Il Determinismo alla Prova del Tempo

La aparición de la inteligencia artificial ha vuelto a poner en el centro del debate público temas que normalmente se limitan a la academia. Dada la creciente complejidad de la IA, la cuestión de la naturaleza de la consciencia se ha vuelto urgente e ineludible. En el centro de esta cuestión reside el problema del libre albedrío, que solo puede existir si existe una consciencia verdaderamente autónoma. Pero ¿surge la consciencia de las leyes físicas que rigen el cerebro o tiene un origen extrafísico que la distingue radicalmente de la computación (ya sea biológica o electrónica)? La respuesta a esta pregunta fundamental determina no solo nuestra comprensión de lo que significa ser humano, sino también las implicaciones éticas y filosóficas del progreso tecnológico.La aparición de la inteligencia artificial ha vuelto a poner en el centro del debate público temas que normalmente se limitan a la academia. Dada la creciente complejidad de la IA, la cuestión de la naturaleza de la consciencia se ha vuelto urgente e ineludible. En el centro de esta cuestión reside el problema del libre albedrío, que solo puede existir si existe una consciencia verdaderamente autónoma. Pero ¿surge la consciencia de las leyes físicas que rigen el cerebro o tiene un origen extrafísico que la distingue radicalmente de la computación (ya sea biológica o electrónica)? La respuesta a esta pregunta fundamental determina no solo nuestra comprensión de lo que significa ser humano, sino también las implicaciones éticas y filosóficas del progreso tecnológico.

El determinismo radical de Spinoza

En 1677, cuando Baruch Spinoza publicó su Ética demostrada según el orden geométrico, Europa aún estaba inmersa en una cosmovisión que situaba a la humanidad en el centro de la creación, dotada de un alma racional capaz de tomar decisiones libres y responsables. La propuesta de Spinoza sonaba a provocación radical: «Los hombres se creen libres porque ignoran las causas que los determinan». Hoy, tras tres siglos de desarrollo científico, esta idea resuena a la luz de los descubrimientos neurocientíficos modernos.

La metafísica de Spinoza se basa en un principio fundamental: todo lo que existe forma parte de una única sustancia infinita, a la que el filósofo holandés llama Dios o Naturaleza. Esta sustancia no actúa con fines ni propósitos, sino según una necesidad absoluta que rige cada acontecimiento, desde el movimiento de los astros hasta los pensamientos más íntimos del hombre. No hay contingencia en el universo de Spinoza: todo lo que sucede estaba destinado a suceder, y todo lo que no sucede es imposible. El hombre se engaña a sí mismo pensando que es libre simplemente porque es consciente de sus propios deseos, pero ignora las infinitas cadenas causales que los determinan.